En su abundante correspondencia, Gustave Flaubert nos regala en una carta dirigida a Louise Colet una verdad que podríamos escribir en piedra: la censura, cualquiera que sea, es una monstruosidad, “algo peor que el homicidio”, porque el atentado contra el pensamiento “es un crimen de leso espíritu”.
El Ulises, de James Joyce, ha sido uno de esos libros malditos condenados por la censura y literalmente quemados por sus oficiantes, que nos ha dejado estupendas lecciones extraliterarias. Por ejemplo, que la censura por más férrea que sea no prevalece, que toda obra por más individual que se presente es resultado de una tarea colectiva y que quienes defienden causas en nombre de otros, generalmente, no conocen a quienes dicen proteger.
Joyce empezó a publicar su novela por entregas en la revista The Egoist en 1917. Los registros lúdicos y obscenos de hace un siglo sorprenderían poco a los jóvenes lectores de nuestros días, adiestrados en el lenguaje incluyente, en la aceptación de la diversidad sexual y con una abundante cultura visual donde el desnudo es norma.
Una intelectual de grandes miras como Simone de Beauvoir reconoció su “pasmo absoluto” al leer la novela. Asociaciones civiles y religiosas, y estructuras legales impedían la circulación de cualquier publicación que atentara contra la moral y las llamadas buenas costumbres.
Antes de ser libro, capítulos del Ulises fueron quemados en París y Nueva York y provocaron juicios y denuncias. Dar cuenta de una masturbación fue anatema. Ésta, que se ha convertido en una de las mejores novelas del idioma inglés, estuvo prohibida por obscena durante una década en buena parte del mundo angloparlante.
“Las transgresiones de Ulises fueron el primer elemento que la mayor parte del público conoció sobre la novela”, nos dice con claridad Kevin Birmingham, en El libro más peligroso: James Joyce y la batalla por el Ulises, un estupemdo ensayo de casi 500 páginas.
Muchas son las historias que se cruzan en la historia de esta novela: Virginia Woolf se negó a publicarla, Paul Claudel declaró que la novela estaba “repleta de las más repugnantes blasfemias en las que uno percibe el odio de un apóstata, aquejado también por una falta de talento verdaderamente diabólica”, Ernest Heminway contribuyó a llevarla de contrabando a Estados Unidos, Yeats ayudó a su autor a obtener becas mientras la escribía, Rockefeller lo apoyó económicamente, Becket se ofreció como amanuense ante los terribles problemas de vista de Joyce, pero sus principales y más constantes apoyos los recibió de dos mujeres excepcionales: Harriet Shaw Weaver, la dueña de la revista The Egoist, y Sylvia Beach, dueña de la librería Shakespeare & Co en París.
La primera subvencionó a Joyce durante todos los años que tardó en escribir la novela y siguió apoyándolo financieramente hasta su muerte. La segunda, al enterarse de los problemas para publicar Ulises invirtió talento y capital para hacer realidad el libro. A ella debemos la mítica primera edición del Ulises.
No deja de llamar la atención que el texto censurado por las autoridades para “proteger” a las mujeres de su lenguaje extrementicio haya sido publicado precisamente por dos mujeres.
Al parecer, las batallas del Ulises serán ahora sobre todo literarias. Su arriesgada estructura y sus sugerentes 18 capítulos bien merecen la atención de los jóvenes a un siglo de su publicación. Si la lectura es una tarea colectiva, las nuevas miradas enriquecerán las líneas del Ulises, que tanto se parecen a las que llevamos en la palma de la mano.