De todas las fuerzas políticas europeas que en la década de los 30 impusieron regímenes de excepción, tres se distinguieron por convertir a sus sociedades en la vasta prisión de un Estado total: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania y el falangismo en España. En sus orígenes, los dos primeros cobraron consenso a partir de la devastación social e institucional provocada por la Primera Guerra Mundial. Entre sus premisas, se hallaba una postura beligerante hacia la moralidad religiosa. Misma que nunca llegó a una ruptura con la Iglesia, aunque se tradujo en una relación siempre recelosa entre ambas partes. En España, en cambio, el falangismo nació, evolucionó y se consolidó como una forma de fascismo confesional. Sus nexos con la jerarquía eclesiástica española se mantuvieron incólumes hasta el final. Se ha escrito mucho sobre los orígenes sociales y culturales del falangismo, pero no se ha estudiado con rigor el impacto que produjo el levantamiento cristero en México en su formación.
Entre 1925 y 1929, la prensa española siguió con detalle extremo el conflicto que se inició como una medición de fuerzas entre el callismo y “la gente de la Iglesia” y, finalmente, devino un levantamiento armado que conjugó a campesinos, comunidades rurales y hacendados en una fuerza que, en aras de la libertad religiosa, enarbolaba la idea de la constitución de un Estado integral (una noción característica del ideario de Primo de Rivera y, después, de Franco). La jerarquía eclesiástica mexicana, que al principio apoyaba a la rebelión, en su tercer año optó por buscar una negociación con los dirigentes callistas. En cierta manera, daba la espalda a los rebeldes que se habían debatido en una extensa y cruelísima guerra en amplias zonas del Bajío. La negociación impuso el desarme a los cristeros y su disolución como fuerza armada. Pero no todos se desarmaron. Habría una segunda cristiada en la década de los 30, como respuesta a la violencia ejercida por los propios caudillos locales ligados ya a al Partido Nacional Revolucionario.
Paradójicamente, en México fue la Iglesia quien se encargó, en parte, de desmantelar la posibilidad de la formación de una fuerza cuya estructura interna, principios de autoridad, programa y discurso político se asemejaban de manera particular a los que inspirarían al falangismo español años más tarde. ¿Qué habría pasado si las fuerzas cristeras logran derrotar al ejército callista? ¿Habría asistido el país a la emergencia de un Franco en versión local? En la historia, la pregunta de “qué habría pasado” no tienen sentido alguno. Es sólo una especulación.
Sea como sea, la ultraderecha española (a medir por lo que escriben en la época sus editorialistas en periódicos como El Debate) encontró en la rebelión mexicana de los cristeros una fuente de inspiración; vieron que era factible reunir el poder de las armas con el de la religión para someter al Estado. Afortunadamente, la sociedad mexicana logró desmantelar las posibilidades de esta catástrofe. En la década de los 70, después de la muerte de Franco, el falangismo intento, fallidamente, dar dos golpes de Estado a la naciente democracia española. Finalmente, se refugió en las filas del Partido Popular para buscar un camino en la nueva vida política del país. Pero en 2013 volvió a renacer en la figura de un partido político ya separado del PP, Vox. Un partido cuyo programa, discurso político y emplazamientos públicos podrían definirse, sin temor al equívoco, como un neofalangismo. Sus rasgos distintivos hablan de ello en abundancia: la homofobia, el rechazo radical a los derechos de género, la supresión del régimen de autonomías, la islamofobia, el antisemitismo, el retorno a los “valores morales”, una visión económica ultraneoliberal, la propuesta de acallar con la violencia los reclamos de Cataluña y, sobre todo, la xenofobia contra los trabajadores migrantes de otros países. Éste último aspecto es el que representa acaso la médula de su creciente auditorio electoral, que cosecha los sentimientos racistas que distinguen hoy a una porción considerable de la población española.
Su dirigente actual es Santiago Abascal. El mismo que fue recibido en el Senado por una cuantiosa franja de panistas, con los cuales suscribió un acuerdo de acción mutua. La relación entre el PAN y el falangismo se remonta a sus orígenes mismos en la década de los 40. Muchos de los antiguos dirigentes cristeros pasaron a sus filas y también de esa clase media profascista que proliferó en México durante la Segunda Guerra Mundial. Durante décadas fueron una minoría en el PAN, que se enfiló más bien hacia el solidarismo que predicaba Manuel Gómez Morín (acaso un fallido intento de construir una democracia cristiana en México). Todo esto cambió a partir de 1988, cuando Acción Nacional inició su ascenso hasta llegar a la Presidencia en 2000. Ahí se convirtió en el centro único de todas las derechas del país. La pregunta es si el sexenio de Felipe Calderón y el de Enrique Peña Nieto estuvieron entrecruzados por rasgos de este ambiente neofalangista tan conocido para ambos. El falangismo tuvo siempre una característica central: la división de la política entre el amigo y el enemigo, y la guerra consiguiente entre ambos. Acaso un material para escribir la difícil historia de nuestro tiempo presente.