Mérida, Yucatán. Josetxo Zaldua Lasa se fue con la cresta de la tercera ola, aunque no murió por el bicho. Otros venenos hicieron efecto este martes 28 de septiembre a las 6 de la tarde, la hora a la que todos los días acostumbraba llamar a la directora, Carmen Lira, después de La Junta de Evaluación.
Periodista inclasificable, coordinaba la edición de La Jornada, pero se le veía como un capataz en la redacción. Extraño editor, parecía detector de errores y mentiras. Era un leñador de discursos. Las juntas de las cinco de la tarde eran su único rito sagrado. Escuchaba los budgets o adelantos de notas como si fueran lecturas de salmos. Un mal escrito, malentendido, una interrupción en la lectura o un párrafo meloso, podían hacer surgir la parte más temible de Josetxo.
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Entrecerraba los ojos, ladeaba levemente la cabeza infundiendo el mismo miedo que Anthony Hopkins, actor al que admiraba interpretando al doctor Lecter. El tono y el volumen de voz ya indicaban su disgusto. Exigía extremo rigor en la información, en las fuentes, censuraba el ánimo interpretativo de los reporteros, reclamaba más detalles descriptivos pero sin estilos rebuscados e impugnaba los adjetivos, sobre todo si había más de uno. Lo cursi, lo barroco o azucarado estaba fuera del catálogo en estas reuniones. Si olfateaba una doble intención, la hacía pública inmediatamente y marcaba con letra escarlata al abusador. Él inventó al hater. Todos estos avatares vespertinos eran descargados en una hoja carta doblada, donde se veía el diagrama de la primera plana y la contraportada del ejemplar del día siguiente, hojas que acababan arrugadas en el bote de basura, noche tras noche. Era hasta el cierre de la edición que recibía La Rayuela, que le llegaba "¡del más allá, chico!", como decía con acento caribeño, repiqueteando con dos dedos de la mano derecha el hombro izquierdo, tal como los cubanos indican una orden del alto rango. Disfrutaba discutir con los colegas de todas las áreas, contradecía, dudaba de todo argumento y provocaba reacciones en quien lo escuchaba. Era una tormenta en el debate con reporteros, fotógrafos y articulistas. Y defendía a sus equipos y a sus jugadores de futbol como si fuera causa de vida o muerte. Por el contrario, con los militares era hasta considerado, como si se batieran en un duelo de esgrima. Así eran los extremos de sus modales.
Seducido por el clima tropical que tanto extrañaba, impulsó con entusiasmo el nacimiento de La Jornada Maya y en nuestras oficinas en Mérida propuso la primera ¡Bomba!
Si este texto se publica es porque él no estuvo en el cuidado de esta edición. De haberlo leído no lo hubiera permitido. "¿Qué te pasa?”, preguntaría sin dar tiempo a la respuesta. "Este periódico no es para hablar de nosotros ni para lucirnos. ¡Entiende…!"
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Josetxo era un demoledor de egos, desconfiado de paisanos de donde fueran y de los vendedores de verdades. Guardián de quienes hacían guardias en la noche, noctámbulo, madrugador, conductor siempre autodesignado. Ataúd de secretos, leal y protector con sus amigos, con sus fuentes, con los reporteros. Encantador de serpientes, sapos y libélulas; domesticaba lagartos.
"¿Qué haces animal?", preguntaba al teléfono cuando yo lo llamaba para ir a comer.
Cuando nos veíamos, los dos enfermos, en su lugar predilecto, el restaurante Puerto Getaria de Íñigo Arámburu, en la colonia Nápoles, brindaba diciendo: “Del otro lado no hay nada, así que hay que llevarse todo puesto”. Para recordarle los sabores que departíamos de la cocina vasca, cuando ya no podía salir de su casa, me dediqué a mandarle pintxos, aunque se los hubieran prohibido el doctor.
Entre los recuerdos y los sabores que se llevó puestos, yo compartí algunos con él, unos secretos, otros transgresores, otros inconfesables. Sólo un asunto lo inquietaba en sus últimos días como pendiente, solamente uno. Yo me guardo su insolente voz cariñosa: ¡Adiós, animal!
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Edición: Estefanía Cardeña