Josephine Baker, cantante, bailarina y actriz, entrará al Panteón el próximo 30 de noviembre. Acontecimiento histórico, pues es la primera mujer de raza negra que ingresa a esta necrópolis laica en cuyo frontón puede leerse en grandes letras “ Aux grands hommes la Patrie reconnaissante” (A los grandes hombres la Patria agradecida). Enterrada en el cementerio marino de Mónaco desde su fallecimiento en 1975, su despojo seguirá reposando en el mismo lugar. Los monegascos no olvidan que la princesa Grace de Mónaco auxilió financieramente a la maravillosa artista del music-hall y musa de los cubistas salvándola de la miseria. Así, el homenaje a Baker por su lucha antirracista y sus actividades de espía en favor de Francia durante la Segunda Guerra Mundial se limitará a una placa, “lo importante es que haya una presencia suya en el Panteón”.
Para quienes hemos bailado, cantado y reído escuchando los discos de Josephine Baker durante noches enteras, es difícil verla vestida de militar y el rostro velado por enormes anteojos de miope. Sin embargo, ésta es la imagen que se ha decidido imponer en los medios de comunicación al dar la noticia de la autorización del presidente Macron a su ingreso al Panteón. Como de costumbre, las polémicas no pierden en Francia ocasión alguna para levantar indignaciones contrarias unas a otras. Así, se elevan protestas contra la instrumentalización electoral por parte de Macron, en momentos de grandes movimientos contra el racismo en Occidente, como contra la mayoría de habitantes masculinos en el Panteón cuando sólo seis mujeres, comprendida Josephine Baker, moran en la necrópolis situada en lo alto de una de las colinas de París.
Hoy día, su ingreso al Panteón parece exigir dar preponderancia a sus luchas políticas en nombre de la política correcta sobre las imágenes de la bailarina que entusiasmó París durante los llamados “años locos” y revolucionó la música y la danza con su ritmo endiablado. Sin embargo, es su éxito y su fama mundial como cantante y bailarina lo que le permitirá servir en el contraespionaje francés llevando y trayendo mensajes escritos con tinta invisible en sus partituras. Es esa celebridad mundial la que sirve cuando apoya a Martin Luther King en sus marchas antirracistas. Y, después de todo, las imágenes de Josephine, casi desnuda, con un cinturón de plátanos, bailando un charlestón ¿no fueron, en primer lugar, una sátira del colonialismo representándose a sí misma como una negra (mestiza, pues su padre era español) simiesca alimentada de bananas? Josephine se ríe de todo, para empezar de ella, y hace reír, cantar y bailar a generaciones completas en el mundo entero.
En 1931, Alejo Carpentier publica un texto sobre la influencia de la rumba cubana en las canciones de Baker. Durante sus giras por Latinoamérica, la cantante llega a Cuba y se confronta al racismo del régimen de Batista. Crea entonces una asociación contra el racismo y, desde un antena en Buenos Aires, donde la apoya la pareja Perón, trata de ayudar a Cuba. En 1953, un estudiante es asesinado durante una manifestación en el Malecón. Josephine asiste a la marcha organizada por Fidel y decide ofrecer los beneficios de un concierto al partido castrista. Más tarde, después de ser invitada por Castro a Bahía de Cochinos, declarará: “Soy dichosa de haber sido testigo del primer gran fracaso del imperialismo estadunidense”.
Josephine nunca olvidará la pobreza que vivió en su infancia ni el racismo de sus compatriotas blancos en Estados Unidos. Tampoco olvidará lo que debe a Francia. Con el quinto de sus seis maridos, adopta 12 niños de nacionalidad y religión diferentes, su “tribu arcoíris”, a quienes hospeda en su castillo de los Milandes en Dordogne. Se habla de sus amores con la escritora Colette y con Frida Kahlo.
Entre dos naciones, la eterna extranjera deja escuchar su voz única al recorrer el mundo cuando canta: J’ai deux amours: mon pays et Paris.