Las leyes y los órganos electorales de México no dan para más. Unas y otros fueron diseñados para garantizar un gatopardismo sempiterno en el que hubiera espacio para cambios de símbolos, siglas y colores, pero no de modelo de país y mucho menos de paradigma económico y social: las alternancias entre PRI y PAN eran como las finales de futbol, que dan lugar a muchos titulares pero que fuera del estadio no cambian nada. Leyes, Instituto Nacional Electoral (INE) y Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) han sido pilares de una democracia simulada (los adjetivos son indispensables) que a su vez fue durante tres décadas el maquillaje de un régimen oligárquico, autoritario, corrupto y violento, en el cual se podía ignorar olímpicamente la voluntad popular (como en 1988 y 2006) o comprar la Presidencia con los sobornos de Odebrecht, las raterías de Javier Duarte y el músculo mediático (ya por entonces declinante) de Televisa.
En relación con su antecesor, el IFE, el INE no mudó ni de estilo ni de razones: a pesar de la renovación parcial de su Consejo General, el organismo sigue dominado por los adeptos al PRIAN y controlado por una Secretaría Ejecutiva impuesta en forma inescrupulosa y desaseada por Lorenzo Córdova, Ciro Murayama y sus compinches (https://is.gd/9yusUR); es tan parcial como su antecesor y quizá el único cambio significativo con respecto a éste sea la adopción de modales autocráticos, absolutistas y aun insolentes, adición que puede explicarse por la ausencia de un Ejecutivo federal y un Legislativo entregados al neoliberalismo, lo que coloca al INE en la primera línea de la lucha por la restauración oligárquica. Lo cierto es que Córdova Vianello & Co actúan como si fueran los dueños de los procesos electorales, de los partidos, de los medios informativos y hasta de la conciencia ciudadana, y en el empeño por exprimir hasta la última gota su autoridad formal, suelen extralimitarse y presentarse no sólo como árbitros comiciales, sino también como ministerios públicos, legisladores y jueces.
Por su parte, el Tribunal Electoral, liberado ya de los dictados “de arriba” (aunque teóricamente por encima de él no hubiera nada) se ha deslizado a una turbia pugna de facciones internas. A los lastres morales de su pasado reciente –como cuando fue alcahuete unánime del fraude calderonista de 2006 (https://is.gd/Jd0feh), o como cuando no quiso ver los ríos de dinero sucio invertidos por el PRI para poner a Peña de presidente (https://is.gd/sUwKh7)–, esta instancia suma ahora una inocultable pérdida de decoro y dignidad. Más allá de las acusaciones de corrupción que pesan sobre el defenestrado José Luis Vargas Valdez, de su presunto incumplimiento de obligaciones constitucionales (el argumento con que sus pares lo echaron del cargo) o del filopanismo y las inauditas bajezas difundidas por la cuenta de Twitter de su sucesor designado, Reyes Rodríguez Mondragón (quien sostiene que su cuenta fue hackeada), es claro que la mole ubicada en el rumbo de Culhuacán se ha convertido en algo así como un pequeño Vaticano de tiempos de los Borgia: jaloneos y zipizapes públicos, disputas soterradas, conspiraciones de salón y enjuagues inconfesables en los que cabe presumir la participación de fuerzas políticas y económicas que debieran ser ajenas al tribunal.
Anexa a la aguda pérdida de respetabilidad de esos dos organismos electorales, padecemos un marco legal que fue diseñado para apuntalar la fachada democrática del neoliberalismo oligárquico y corrupto que inhibe el desarrollo de la democracia participativa, obstaculiza la vida republicana y reduce el acontecer partidista a un conjunto de rutinas administrativas. Ejemplos de ello son los desmesurados presupuestos destinados a los comicios (por no hablar de los que corresponden a la institución que los organiza o desorganiza a conveniencia y a los partidos mismos), las insólitas facultades del supuesto árbitro electoral –en virtud de las cuales puede ejercer un verdadero protectorado sobre los institutos políticos–, los ridículamente pequeños números de afiliados y votantes para registrar partidos y conservar el registro, y la ridículamente grande proporción de ciudadanos que se requiere para convocar a una consulta popular y para dotar a sus resultados de fuerza vinculante.
Las conclusiones son claras: los organismos electorales son ineficientes, pero caros, parciales y desprestigiados. Resulta impostergable una reforma política que permita dejar atrás a corto plazo la actual composición del INE y del TEPJF, que le quite el control del primero a la tecnocracia para entregárselo a la ciudadanía, que evite la politización del segundo, que dé paso a la elección directa de magistrados y consejeros y que establezca condiciones razonables para la práctica de la democracia participativa.
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