Después de que en 1914 una expedición de los marines desembarcó en Puerto Príncipe y, forzando su entrada al Banco Nacional de Haití, se llevó la mitad de sus reservas de oro (500 mil dólares) −entregándoselos luego a Citibank en Nueva York− el presidente en turno, incapaz entre otros de pagar sus milicias (los cacos), resignó (bit.ly/37izlrh). Su sucesor, Vilbrun Guillaume Sam, a pesar de todo, siguió un firme −en lo político y en lo económico− curso proestadunidense. Incluso estuvo a punto de entregar a Washington las aduanas, una de las pocas fuentes del ingreso del gobierno, desatando una rebelión soberanista en la provincia. Su respuesta: una feroz represión. Pero cuando Sam ordenó la masacre de casi 200 prisioneros políticos en una cárcel capitalina −incluido otro ex presidente−, también la gente en Puerto Príncipe ya tuvo demasiado de él y se fue a buscarlo a su casa. El presidente logró huir a la embajada francesa, pero la turba lo alcanzó de todos modos: linchó, descuartizó y “paseó” sus extremidades por las calles. Para EU, a cuyo gobierno (Wilson) no le costó nada convencer a su opinión pública sobre “la necesidad de ‘restablecer la orden’ en aquella nación”, fue un pretexto perfecto para invadir y ocupar al Haití (1915-1934) introduciendo leyes raciales tipo Jim Crow y corvea, en práctica indistinguible de la esclavitud (bit.ly/3lq8dib).
Cualquier semejanza con el asesinato de Jovenel Moïse el mes pasado, un presidente ilegítimo, corrupto, autoritario y represivo que ocupaba su puesto sólo gracias al visto bueno de Washington, fuerza muda y una red clientelar de “amigos” que al final se volcaron contra él, cuando un comando de ex militares colombianos lo ametralló en su casa en Puerto Príncipe (o tal vez sus propias escoltas, con colombianos más en calidad de “chivos expiatorios”...), es desde luego pura coincidencia. O igual y no.
De hecho, una de las más interesantes teorías (bit.ly/3ywhEQQ) que tratan de explicar lo ocurrido −más allá de la llena de huecos “versión oficial” (bit.ly/2VsDk1N, bit.ly/3ikRcE8)− apunta a un “asesinato preventivo” ideado por las familias más ricas de Haití que optaron por deshacerse del mandatario inepto que desde hace meses enfrentaba una poderosa ola de descontento popular (bit.ly/37eCqZn), a fin de evitar que fuera depuesto por la propia gente o como Sam, asesinado −la represión de Moïse arrojó anteriormente decenas de muertos (y en efecto lo que no se logró por meses, se llevó a cabo en cuestión de minutos)−, frenar el proceso político desde abajo y la movilización del lumpenproletariado haitiano liderado, ante la sistemática destrucción de izquierda en Haití, por figuras criminales que se hicieron del discurso “revolucionario” y “antisistémico” (Jimmy Barbecue Chérizier), redoblar la represión (bit.ly/2WAZK1l) y abrir la puerta incluso a una invasión yanqui: el primer ministro haitiano efectivamente les solicitó una intervención militar (bit.ly/3igNYBB).
En un momento culminante de su conjunto de ensayos sobre la política brasileña ( Brazil apart: 1964-2019, Verso, 2020, 240 pp.), Perry Anderson une en forma de “parábola” la participación militar de Brasil en la misión de la OEA en República Dominicana en tiempos de la dictadura militar (1965) y la participación de los militares brasileños en la misión de la ONU en la otra parte de la isla, Haití, bajo el gobierno de Lula (2004), ambas en función de intereses estadunidenses.
Para Anderson, el actual ascenso de los militares y su omnipresencia en todos los niveles del gobierno de Bolsonaro donde ocupan puestos claves, incluyendo los normalmente asignados a los civiles −algo sin precedentes, ni siquiera en tiempos de la dictadura− tiene sus raíces en aquella segunda misión (hoy, paralelamente, y de modo sintomático, Iván Duque, presidente de Colombia, tras el asesinato de Moïse, llamó a la intervención militar de la OEA en Haití al estilo de la primera, con participación de otros países reaccionarios de la región, como Brasil, Honduras o Ecuador, aunque su núcleo, como en aquel entonces, de todos modos hubiesen sido los marines). Los militares brasileños que una vez flirtearon con el “neodesarrollismo” y al final abandonaron sueños de ser una potencia, enviados por Lula a Haití al menos para hacer de Brasil un global player al lado de Estados Unidos, volvieron aún más desilusionados. Su única preocupación era cómo evitar una “haitinización” de Brasil y frenar el (limitado) ascenso político de los pobres que tuvo lugar en tiempos del Partido de los Trabajadores (PT), e imponer una gestión militarizada de la vida social, algo que finalmente pudieron hacer bajo la égida de un ex capitán: Bolsonaro.
Cualquier semejanza con otra nación latinoamericana gobernada hoy por la socialdemocracia donde los militares ganaron una posición sin precedentes incluso en la época de la dictadura en aquel país y donde avanza la militarización de la vida social, con ex oficiales a cargo de algunos asuntos normalmente gestionados por los civiles y con el ejército directamente a cargo de obras y facilidades públicas en un proceso de una verdadera “acumulación militarizada” −de acuerdo con un trend mundial dentro del neoliberalismo en crisis de “empresarios en uniformes” (bit.ly/3rQTqyc)− y dónde este empoderamiento junto con una estéril política de “conciliación de clases” al estilo del PT, podría fungir como el “huevo de la serpiente” para un futuro régimen (pos)fascista, es desde luego pura coincidencia. O igual y no.