“Voy a morir detrás de una cámara”
Martin Scorsese
Sus abuelos sicilianos llegaron a Estados Unidos en 1910, en uno de los más grandes éxodos que tuvo Italia hacia ese país. Sus padres, Catherine y Charles, se mantuvieron en Nueva York, semilla de una de las comunidades inmigrantes más fuertes de esa nación, con décadas difíciles en las que el comercio de la calle, las manufacturas, los empleos secundarios, los primeros restaurantes tradicionales de su tierra de origen, también se sorteaba la presencia creciente y anudada del crimen organizado italo-estadunidense, parte del contexto en que creció su hijo nacido en Long Island en 1942: Martin Scorsese.
La cámara como vista propia
Como Martin ha dicho, su infancia estuvo demarcada por una sociedad contenida en un área que tenía sus propias reglas, mayormente sicilianas. Él quería ser pintor y comenzó por dibujar. Copiando viñetas de cómics y con el propósito de emular los grandes planos de las películas que lo hipnotizaban, fue adquiriendo de manera natural un entrenamiento de observación que consideraba colores, tamaños, distancias, orden narrativo… Algunas cintas con uso de perspectiva forzada y composición de negativo, lo empujaron a imaginar más allá de los linderos que limitaban el cuadro y la vista corriente de las cosas, como le ocurrió al ver El ladrón de Bagdad (Michael Powell, Ludwig Berger y Tim Whelan, 1940) producida por Alexander Korda, entre muchas películas inglesas que se transmitían por televisión, medio que los grandes estudios de Hollywood rechazaban para pasar sus películas principales.
Con intereses como disfrutar la música de Little Richard o Elvis Presley y ser profesor, Martin no funcionó mucho como estudiante de seminario, del que fue expulsado. Su mente estaba en otras cosas, lo que alentó tomando cursos de diferente índole (incluido un máster en Bellas Artes), pero el cine ganó siempre el terreno más amplio. Hizo primeros cortometrajes en 16 mm con amigos, con tres piezas terminadas formalmente: What’s a Nice Girl Like You Doing in a Place Like This? (1963), It’s Not Just You, Murray! (1964) y The Big Shave (1967). Estudió en la Universidad de Nueva York porque había clases de cine y persistió para graduarse.
El corto It’s Not Just You, Murray! ya mostraba un interés particular de personaje y atmósfera: el crimen de la calle, las amistades cuestionables, la policía y la cárcel asomando en un estrecho túnel de bajas posibilidades. Como alguien que creció en esos terrenos, Martin tiene siempre en un palmo el sentido de la familia, los deberes religiosos, el peso de la pertenencia social, con todos sus ritos, tradiciones y demandas de conducta y aportación al clan. La violencia estaba ahí, lo mismo que las mafias y los bandos enfrentados. Es un universo sombrío que el director ha podido articular en relatos de gran fineza y, también, poderosa brutalidad cinemática. Amante de la exquisitez de sugerencias visuales contenidas en el cine que ha visto, ha preferido ver el cadáver que pensar en el muerto.
Lo primero y Taxi Driver
Entusiasmado con sus primeros trabajos, Martin hizo (o intentó hacer) Who’s That Knocking at My Door (1967), su primer largometraje en el que trabajó con el histrión Harvey Keitel, uno de los muchos amigos y colaboradores que asoman frecuentemente en su obra, parte de las asociaciones reiteradas con la mejor baraja del elenco y la técnica, como la editoria Thlema Schoonmaker, los directores de fotografía Michael Chapman, Michael Ballhaus y el mexicano Rodrigo Prieto, su gran aliado en toda la parte más reciente de su filmografía. Han sido el lazo de la confianza, como la de los amigos del barrio o la familia alrededor de la pasta y el vino tinto. El largometraje lo dejó endeudado (bueno a su padre, quien adquirió un préstamo para renta de equipos y compra de película), no le gustó a nadie y, en sus palabras, “confundió a todos”. Casado y padre antes de graduarse, el cineasta en ciernes buscó ingresos para no derrumbarse personalmente.
Hizo entonces un par de trabajos por encargo y trabajó para una producción del mítico hombre de las producciones b, el insigne Roger Corman, para quien filmó Boxcar Bertha (1972). Después hizo (con el mismo personal técnico de Corman) la película que lo pondría en el camino de una carrera: Mean Streets (1973), una idea de la búsqueda del sueño americano a toda costa, por caminos legales o ilegales, en la que reunió a Harvey Keitel con Robert De Niro (se lo había presentado Brian de Palma), en uno de los ejercicios fílmicos que muchos de los elementos que distinguen sus temáticas recurrentes e instintos como director. De los movimientos de cámara, a los jump cuts o las imágenes congeladas con narración fuera de cuadro, el largometraje lo mostró como un ejecutante mayor del lenguaje cinematográfico, si bien no todo tenía rigor de precisión, ya que dejó improvisar a su elenco y buscar soluciones tras breves ensayos en el set, como en desarrollo escénico teatral. La cinta tiene los temas de The Rolling Stones Jumpin Jack Flash y Tell Me, banda que siempre le gustó y de la que hizo el documental Shine a Light (2008), filmado en gran formato. Otros temas de los británicos aparecen en varios de sus filmes.
Alice Doesn’t Live Hear Anymore (1974) fue un buen episodio posterior al éxito de Mean Streets, con una cruda historia hecha en forma impecable e implacable, sin salidas cursis para el drama de su personaje central. El cineasta se dio el tiempo de documentar a sus padres. Después hizo su primera obra maestra: Taxi Driver (1975). Es una película con una contención de tonos, sensación de variadas angustias, revuelta de personajes fuera de cordura (incluyendo al director haciendo personaje como pasajero de taxi) y estética meticulosa (es conocido el story board que hizo Martin dibujando plano por plano, especialmente de la escena climática del tiroteo) que no puede ser olvidada por ningún espectador. “Are you talking to me?”, dice Travis (De Niro), como la bomba de tiempo que se acciona en su mente, afectada por siempre tras su paso por la guerra de Vietnam. Él es el resumen de las calles sucias, el calor, los lazos rotos, la policía sin proteger a nadie, la corrupción de la calle, la condena adolescente de la prostitución (Iris, Jodie Foster, como la esperanza rescatable), la inmensa soledad.
Toros, cristos, irlandeses
Martin Scorsese volvió a la textura del blanco y negro de sus primeros trabajos para filmar Toro salvaje (1980), el trazo biográfico del accidentado viaje al éxito e infiernos del peleador Jake La Motta (De Niro). Para prepararse, el director acudió al boxeo en función del Maddison Square Garden. Sangre en esponjas, en las cuerdas, en los cuerpos. La ecuación analítica arroja la trituración que se extiende fuera del ensogado, en la fractura familiar, los actos fuera de la ley y el adiós de la gloria, con cámara ágil y encuadres dinámicos dentro del ring en la pelea que el púgil más teme: contra sí mismo. La clase de batalla en la construcción del estrellato que empujaba a Rupert Pupkin (De Niro) queriendo la marquesina de Jerry Langford (Jerry Lewis) en la brillante The King of Comedy (1982).
Los trabajos de Scorsese tienen lecturas de todo tipo en un universo pletórico que incluye el mejor humor negro en After Hours (1985); las virtudes de un inesperado regreso de personaje El color del dinero (1986) y la extraordinaria visión fuera de moldes de La última tentación de Cristo (1988), más apreciada años después de la polémica contra la Iglesia y su declaración de guerra exigiendo la censura de la película. Goodfellas (1990) redefinió el mundo contemporáneo del relato gansteril, algo que extendería en Casino (1995), y el mundo de las apuestas y los desarrollos de negocios en Las Vegas. Cabo de miedo (1991) presentó un aterrador acoso asesino, tan irracional como los temores de Howard Hughes en El aviador (2004), tan perseverante como la venganza sangrienta de Gangs of New York (2002), así como la paranoia desequilibrada de La Isla siniestra (2010), la maravilla de la invención en Hugo (2011), la ambición como nárcotico antiético en Lobo de Wall Street (2016) y la gran introspección de El silencio (2016). Tampoco es menor su visión del episodio narrativo del video en Bad (1987), de Michael Jackson, que fue copiado a mansalva en la industria musical.
El cine lo es todo
El cineasta no ha sido un favorito de la Academia. Con gran cantidad de postulaciones, sólo fue reconocido por una pieza, ciertamente extraordinaria, pero que ni sus íntimos biógrafos consideran la mejor: Los infiltrados (2007). Pero es estadística anecdótica contra lo más trascendente: el público recuerda sus películas. A Scorsese lo mismo se le recuerda presentando Enamorada (Emilio Indio Fernández, 1948) como un clásico de todos los tiempos, que en su gran revisión documental en Un viaje personal a través del cine americano (1995). Más allá de los “homenajes” siendo copiado por otros realizadores, piensa en el cine más genuino, en el que el espectador puede sorprenderse. Habla del cine que las nuevas generaciones ignoran, de las dificultades por lograr el financiamiento de proyectos que no pertenezcan a franquicia alguna (estuvo a punto de interrumpir definitivamente la producción de El irlandés, 2019, por falta de recursos), pero también de la posibilidad de mejorar la escena para los nuevos cineastas, siempre con un pensamiento definitivo que, aunque él tiene la modestia de no enlistarse, debe incluir su obra: “Aprender de las grandes películas que se han hecho”.