La geografía del horror mexicano tuvo, al finalizar el siglo XX, un momento cumbre. La atrocidad se volvió forma de gobierno cotidiana. El terror estableció una nueva nomenclatura. Se llamó Acteal y Norte de Chiapas, Aguas Blancas y El Charco, los Loxichas.
Las atrocidades fueron bautizadas también con nombres de víctimas. Como el del maestro Magencio Abad Zeferino, indígena nahua de la región de Olinalá. A él lo torturaron soldados los últimos días de 1996. “Te vas a acordar. Esto mismo le vamos a hacer a tu hijo”, le dijeron, mientras lo golpeaban salvajemente y le daban toques eléctricos. Por ese y otros casos, la CNDH sacó la recomendación 100/97, sobre desaparición, tortura y detenciones arbitrarias por parte del Ejército en Guerrero (https://bit.ly/2UKXkNd).
Masacres, militarización, cárcel, ejecuciones extrajudiciales, tortura, esterilizaciones forzadas, persecución policiaca fueron la constante del último presidente salido de las filas del PRI en la pasada centuria, el profeta de la globalización neoliberal: Ernesto Zedillo. El genocida invisible, lo bautizaron el Canal 6 de Julio (https://bit.ly/2UA3ccb) y Hermann Bellinghausen (https://bit.ly/3kR1sG8).
Chiapas, Oaxaca y Guerrero, entre otras entidades, se transformaron en territorio de cacería contrainsurgente. Fomentados por el Estado, los paramilitares florecieron como hongos en temporadas de lluvias. Decenas de cuarteles militares se construyeron en las regiones más apartadas del país. Avasalladores, los soldados irrumpieron en las comunidades indígenas. Las mujeres se convirtieron en botín de guerra.
Pudorosos, funcionarios públicos, fuerzas armadas e integrantes de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, negaron la existencia de la guerra que no decía su nombre y que se ejecutaba a través de paramilitares. Total, ellos no necesitaban rendir cuentas a nadie de sus atrocidades (https://bit.ly/3iFJwLL). Los llamaron “grupos civiles armados”. En Chiapas se bautizaron con los más diversos nombres: Paz y Justicia, Opdic, Chinchulines, Primera Fuerza, Máscara Roja, MIRA.
Tan sólo, entre 1995 y 2000, Paz y Justicia asesinó en la zona norte de Chiapas a más de 100 indígenas choles, expulsó de sus comunidades a 2 mil campesinos y sus familias, cerró 45 templos católicos, atentó contra los obispos Samuel Ruiz y Raúl Vera, hurtó más de 3 mil cabezas de ganado y violó a 30 mujeres (https://bit.ly/3kQbjfp).
El punto cumbre de esta ofensiva fue la matanza de Acteal, un crimen de Estado. El 22 de diciembre de 1997, los paramilitares asesinaron salvajemente a 45 personas desplazadas pertenecientes al grupo Las Abejas, que oraban pacíficamente por la paz en una ermita (https://bit.ly/3y410rR).
Ultraje sobre ultraje, las masacres de Aguas Blancas, en junio de 1995, a manos de policías, y del Charco, en junio de 1998, a cargo del Ejército, fueron momentos muy dolorosos para el pueblo de Guerrero. Primaron el luto, la impotencia y la rabia. El poder mafioso vinculado a los militares, ministeriales y caciques mostró su rostro más sanguinario. En Aguas Blancas fueron asesinados 17 campesinos, en El Charco 10 indígenas y un estudiante de la UNAM. La cosa no paró allí. Las comunidades fueron hostigadas, no pocos dirigentes de ambos movimientos fueron posteriormente desaparecidos o asesinados.
Años después, ya durante el gobierno de Felipe Calderón, a partir de la desaparición y ejecución de los mixtecos Raúl Lucas y Manuel Ponce, en 2009, la lista de líderes indígenas regionales asesinados en su mayoría por grupos delincuenciales aumentó demencialmente, en lo que es una subrogación de la contrainsurgencia (https://bit.ly/3kOpLED).
Todo el peso del Estado (Zedillo dixit) cayó sobre los zapotecos de San Agustín Loxicha, a partir de finales de agosto de 1996. Sobre la región entera se volcó un Ejército de ocupación. Uno tras otro, se sucedieron arrestos ilegales, torturas, 22 desapariciones forzadas, ejecuciones clandestinas y cateos ilegales. Más de 250 personas, comenzando por las autoridades municipales, fueron inicialmente detenidas por militares y policías, acusadas de pertenecer o colaborar con el EPR. Cientos de expedientes judiciales contra indígenas fueron fabricados.
Pese a esta carnicería, los intelectuales que se beneficiaron durante el sexenio de Zedillo con jugosos contratos y que disfrutaron de trato privilegiado con el mandatario, han querido presentarlo como un apóstol de la democracia.
Ninguna autoridad fue juzgada por esos crímenes. A lo sumo, les costó el puesto a Rubén Figueroa y Emilio Chuayfett. Impunidad fue el nombre del juego. Peor aún, el pasado no quedó atrás. Sin autocrítica, figuras prominentes de la administración zedillista, como Esteban Moctezuma (secretario de Gobernación y de Desarrollo Social) y Olga Sánchez Cordero, en la Suprema Corte de Justicia de la Nación que se nombró a raíz del golpe de mano presidencial para reformar el Poder Judicial y nombrar nuevos ministros (https://bit.ly/2TB72Be), ocupan hoy puestos prominentes.
Por el horror del zedillismo, y por todos los otros horrores más vividos a lo largo del último medio siglo, es importante participar en la consulta del 1° de agosto mirando a las víctimas. Convertirla en una movilización en favor de una comisión de la verdad y la justicia, que esclarezca la multitud de agravios cometidos por los personajes del poder, contra quienes luchan y resisten.
Twitter: @lhan55