La teoría política dice que los partidos son vehículos de representación. Organizaciones colectivas que eligen banderas, postulados y valores, que representan aquello en lo que sus afiliados coinciden y creen. En esa lógica, un partido político busca ser congruente entre lo que propone y lo que señala como oposición o ejecuta como gobierno. En función de eso, gana y pierde elecciones, sabiendo que ninguna derrota es eterna y ninguna victoria es para siempre.
El sistema de partidos políticos en México es consecuencia histórica de los acontecimientos del siglo XX. En el siglo XIX, las facciones que se disputaron la nación y el proyecto que debía llevarse a cabo (por un lado una visión centralista, que veía a México como nación ingobernable, que debía depender de una potencia extranjera y católica; y por otro, la visión liberal de una nación independiente, federalista y republicana) eran una mezcla de clubes para hacer política y movimientos de adhesión al personaje en turno.
En realidad, el sistema de partidos políticos en México se consolidó –en una visión moderna del término– en la posrevolución, con la creación del PNR. Sin embargo, el sistema era aún de partido hegemónico. Es decir, aunque el PAN nace en 1939 como reacción al cardenismo, era el partido en el gobierno, el instrumento del poder, el que ganaba todas y cada una de las elecciones. Esta dinámica dio estabilidad a un país convulso y permitió edificar instituciones; sin embargo, quedaba muy claro que México estaba lejos del ideal liberal de democracia.
De manera lenta pero progresiva, la oposición fue ganando terreno y las reformas de finales de los años 70, en las que Don Jesús Reyes Heroles jugó un papel fundamental, construyó un andamiaje institucional que culminaría con la “ciudadanización” de la autoridad electoral y el paulatino avance, desde lo local, de partidos distintos al del gobierno. El PRI podía perder espacios de poder, pero el sistema, el régimen, ganaban legitimidad. Esto es algo difícil de entender después de décadas en el poder monolítico, pero en realidad el avance opositor, la claridad de posturas y contraste de alternativas políticas, hizo de la democracia mexicana un ejercicio más confiable y representativo del crisol que es México.
Todo ello cambió en 2018. El sistema de partidos que dábamos por hecho y consumado se modificó en una jornada histórica y democrática. Hoy el cúmulo de fuerzas políticas que durante casi 30 años ostentó 80 por ciento de la votación, no llega a 50 por ciento. Pero más allá de los números, se han difuminado las fronteras ideológicas entre partidos y es cada vez más difícil saber a ciencia cierta en qué cree uno y qué lo hace diferente de otro. A juicio de muchos ciudadanos, lo que hoy tenemos es más bien un contraste entre pasado y futuro. Precisamente por eso, esta forma de entender nuestro presente tiene fecha de caducidad.
Pasada la elección intermedia de junio, la gran tarea pendiente es reimaginar el sistema de partidos políticos a partir de agendas claras, marcadas por la posición frente a temas concretos. Dónde se ubica, más allá del limitado espectro de izquierda, centro y derecha, cada uno en función de lo que defiende y piensa. Qué postura tiene ante derechos, políticas públicas, modelos económicos y figuras legales. A los partidos les urge recuperar claridad en sus postulados, so pena de ser vistos como meras franquicias de lo público. Esta circunstancia no es exclusiva de México.
A nivel global los partidos viven una crisis de representación y generalización de la agenda, que paradójicamente, han permitido la emergencia de grupos más radicales y menos institucionales (el ejemplo del Tea Party en Estados Unidos es paradigmático). Los partidos deben recuperar el papel de cauce institucional de las diferentes formas de abordar la realidad y válvula de escape social. Tristemente, el sistema parece atrapado en la coyuntura, con una oferta generalizada cada vez más pobre, más cercana a la venta de un producto, que a la defensa de una idea o un programa.
No hay democracia sin sistema de partidos.
A todos conviene –a quienes detentan el poder y a quienes lo buscan– que haya alternativas institucionales y representativas, dado que es el sistema, el todo, el que adquiere mayor legitimidad democrática a medida que el poder rota, se oxigena, premia o castiga.
Un sistema fuerte no sólo le conviene a los partidos, sino a México y a los ciudadanos.