¿Dónde está el gato? es la pregunta de todos los días, nada de que le chiflas y viene. Los gatos son inimitables para desapariciones y sorpresivas apariciones. Nadie los siente venir. Son inquietantes. En presencia del mío, sentado y redondo, de mirada intermitente, no me siento en presencia de un animal, como un perro, un cuyo, un loro o un borrego. Más bien un sofisticado artefacto. Una cosa mágica y curiosa.
A los gatos en general no les interesan las conversaciones, pero les gusta asistir al sexo. Se arriman comodines y ronroneantes. Algunos participan en el acto amoroso de los dueños, como en las historias klosowskianas de Juan García Ponce, o de menos se reservan la primera fila. Cuando el abrazo humano termina, el gato se encarga de oler que todo esté en orden, comparte la plenitud y la siesta que siguen.
Está el tema del ronroneo. Qué cosa más rara. Lo registra el sismógrafo. Extraña expresión de bienestar y placer que comparte con pocas especies, como los lémures.
Los gatos parecen extraterrestres. Ven por dentro las siluetas, no perdonan a la sombra. Ningún movimiento los deja indiferentes, y la inmovilidad repentina los pone en alerta. Son celosos, rencorosos y castigadores, no como los perros, que todo celebran y perdonan. Dominan la fijeza insobornable y el desdén más cruel y frío. Deciden leer con uno sobre la página, acompañan los trazos de la pluma con insolencia, se pasean sobre el teclado y uno acaba echándolos fuera y cerrando la puerta. De noche todos son pardos, menos los negros, que simplemente se pierden, tragados por la cara oscura de la Luna. Se han reportado casos de pasión por Pink Floyd, pero en general prefieren el piano y el violín. Se inquietan al menor tamborazo.
Como los duendes, están y de pronto ya no. Y no siempre son lo que parecen. A veces no son ellos lo que duerme en nuestro regazo, sino su eco.
Sólo ellos conocen sus otros nombres, o al menos el suyo y secreto, ya lo dijo T. S. Eliot. Los hay innombrables, a la Beckett. Su fortuna en el arte y la literatura ha sido inmensa en Japón. En esas islas del Asia occidental se comprendió hace mucho la íntima continuidad que hay entre el gato y la tinta del hànzì, aunque su escritura predilecta sea la que recorre nuestra piel con finos pictogramas de sangre y dolor exquisito. Uno reconoce al dueño de un gato con verle los brazos en el Metro, a la empleada de una tienda, a los chicos traviesos.
Si los perros pueden ser banda pesada, los gatos son punk. Se dan casos de felinos que reverencian los tatuajes del amo con santo temor y no los rasguñan nunca. Ponen ojos de pavor ante ciertas imágenes de la televisión. Hay los que gustan del buen futbol y aprenden las gambetas de Messi, las hazañas porteriles de Keylor Navas y Ochoa, acarician la bola que ni Pelé o la bajan como los dioses.
No son sentimentales, como el perro, y a diferencia de éste, no se halagan en el hedor, el vómito y la podredumbre, así sean de su amo. Grandes entomólogos, saben de moscas, escarabajos, abejas, mayates y lombrices de tierra. Profesan proverbial afición por cazar ratones. Cuántas caricaturas y tiras cómicas hay tipo Tom y Jerry o Piolín y Silvestre, de héroes como Félix, la pandilla de Don Gato y el Fritz de Robert Crumb. Marrulleros como nadie, salvo los cuervos, si llevan vida doméstica son envidiables. La de veces que anhelamos su tibia placidez.
La estirpe poética y literaria de los gatos no tiene parangón en el reino animal, desde que la reverencia de los antiguos egipcios los alzó a la categoría de dioses. Aún hoy, 4 mil años después, en el Cairo son los intocables reyes de la calle. Sólo Alá es más respetado que el millón de gatos que pululan donde quiera.
En cualquier ciudad del mundo son refractarios a las disposiciones de la autoridad. Aquí se controla al perro callejero, pero el gato feral es inaprehensible, además de contar con cómplices humanos que lo alimentan y ocultan cuando pasan los falsos samaritanos del gobierno y las castrantes fundaciones “protectoras”.
Vi a muchos sufrir indecibles tormentos en nombre de la ciencia en el departamento de fisiología de la universidad. Crucificados entre electrodos, con finísimas agujas hasta el fondo de su cerebro, borrachos de cloroformo, humillados. Se supone que eso ha cambiado. Como sea, sirven de víctimas para rebuscadas torturas pueriles, metidos en un costal para perderlos o apalearlos. Amarrados a un árbol, sacrificados en rituales satánicos. Los bebés se inician en la crueldad jalándoles la cola; así aprenden además el peligro de las represalias, pues si el gato puede, ningún perpetrador, por imberbe que sea, quedará impune.
Múltiples son sus usos musicales. Domenico Scarlatti compuso una fuga felina bien loca para clavecín, la cual dicen que sólo la copió de su gato Pulcinella pisándole el teclado. Rossini hizo un dueto bufo en clave de miau y debemos a Ravel una hermosa aria maullada en El niño y los sortilegios.