De pronto, caen las máscaras. Después de más de seis meses de confinamiento, toques de queda, mascarillas obligatorias en la calle y en los establecimientos públicos, con cines, discotecas, museos, restaurantes, terrazas y comercios “no esenciales” cerrados, un progresivo y lento desconfinamiento se inicia en Francia. El largo invierno, una primavera más bien raquítica y un sol ausente en pleno mes de mayo no podían contribuir al optimismo de los franceses. Al fastidioso hartazgo del encierro durante este tercer confinamiento se agregó la angustia del temor a una nueva ola de contagios que termine por conducir a un cuarto enclaustramiento. Las discusiones de la alta jerarquía del poder, los comités científicos y expertos sanitarios, divididos entre quienes optan por dar preferencia a la salud pública y quienes temen el desastre económico, se alargaban en titubeos y medias medidas de una administración que parecía haber perdido la brújula. Un día, se adelanta el toque de queda, otro día, se le retarda. Excedidos, muchos jóvenes, tan elogiados por su solidaridad con las personas de edad durante el primer confinamiento, comenzaron a rebelarse aquí y allá contra el encierro y la prohibición de congregarse en muchedumbre para hacer la fiesta. Al fin, se concedió un primer respiro con la autorización de abrir las terrazas de cafés y restaurantes. Apertura celebrada con una verdadera explosión: las terrazas desbordaron de gente durante los primeros días al extremo de no poder hallar una silla libre al atardecer. El toque de queda debió retardarse, pues la gente no obedecía y los agentes policiacos no se daban abasto para hacerlo respetar. Y días antes de la autorización a abrir el interior de cafés y restaurantes, comercios diversos y lugares de recreo, se levantó la obligación del porte de mascarilla en la calle.
La gente volvía a tener un rostro. La ciudad de París recuperaba su faz. Las personas cobraban realidad. Daba la impresión de emerger de un mundo fantasmal. Las sonrisas, aunque rígidas, tal vez por el desuso, se dibujaban en las caras de los paseantes. Vuelta a la realidad. Pero, ¿cuál? No era posible ocultar el asombro de las miradas ante las miradas de los otros. ¿Habían cambiado? ¿Eran los mismos? ¿Eran otros?
Algo había cambiado durante el largo periodo en que la gente tomó la costumbre de salir a la calle con una mascarilla. Dejar de ver el rostro de los otros instala una nueva especie de sociedad bastante extraña, la cual quizá podría calificarse como sociedad inquietante, casi inhumana, donde las personas circulan, hacen sus compras, van a su trabajo, pero han perdido una parte esencial de su personalidad. Los individuos enmascarados devienen siluetas anónimas, especies de robots capaces de moverse sin necesidad de ser identificados. Sin duda, razones de prudencia y de precaución sanitaria justificaron para la gran mayoría las medidas decididas por las autoridades responsables de la salud, pero, al mismo tiempo, un malestar general se fue expandiendo en la población. Cada uno comenzó a desconfiar de su vecino. Si un caminante salía olvidando cubrirse la cara con una mascarilla, podía hacerse llamar al orden en forma brutal por pasantes indignados, e incluso verse sancionar con una multa por la policía al acecho. Esto creó con rapidez una atmósfera irrespirable, pero no era el aire el viciado por la contaminación, era toda la sociedad, todos los comportamientos, los que eran víctimas de una polución mental desastrosa.
El cese de las medidas restrictivas, toque de queda, máscara, apareció, así, como un alivio, una verdadera liberación, casi comparable a esos eventos históricos que marcan el fin de un conflicto. La vida, la verdadera vida, iba a poder reanudarse. Cabría preguntar si la vida humana no es, en primer lugar, un intercambio, una compartición, y que merece ser vivida por lo que nos otorga de encuentros, de amor o de amistad... que no toleran las máscaras.