En una tradición literaria donde los grandes temas son los que importan y la tragedia es casi un deber nacional, los humoristas son escritores marginales. Una visita a cualquier librería o biblioteca permite comprobarlo.
Pese a su buen éxito editorial (sus libros se reditan con regularidad), Jorge Ibargüengoitia sigue siendo para muchos sólo un escritor chistoso y Renato Leduc un poeta de lenguaje procaz. ¿Y no fue tachado Monsiváis por “ocurrente”?
A Tito Monterroso se le aceptó como es-critor de culto, como tambien ocurrió con Juan José Arreola, por su prosa perfecta. Pero también por la validación que le dio Italo Calvino a su propuesta literaria.
Debería sorprendernos tener pocos escritores para quienes el humor sea parte esencial de su escritura. Sobre todo en un país donde el albur es deporte nacional, la Época de Oro del cine mexicano cuenta con comediantes como Joaquín Pardavé y donde la carpa y el cabaret han enriquecido al cine y la televisión. Es cierto que no contamos con un Benjamín Franklin que llegó a escribir un divertido ensayo sobre las flatulencias, pero lo antes mencionado podría ser un ambiente propicio para que el sentido del humor impregnara más nuestra literatura y no es así.
Por eso me da gusto que Jorge F. Hernández acabe de publicar los Cuarentínimos para la cuarentena, una propuesta literaria donde la melancolía se transmuta en gracia, las pequeñas tragedias causadas por el encierro se convierten en motivo para la risa y el uso del lenguaje sea, por momentos, un juguete lingüístico como ocurre en el francés que inventa en alguno de sus cuentos, el portuñol que improvisa en otro o en ese trebejo sonoro que fabrica en el texto La E con F.
Aunque son muchos los personajes que aparecen en el libro –todos confinados por la pandemia–, no dejan de mirar al exterior. Sus miradas recorren pinturas, artistas, escritores, películas, óperas, partidos de futbol. Se burlan de sí mismos, de sus tribulaciones y convierten sus miserias domésticas por momentos en surtidor de carcajadas.
En los 60 cuentos del libro (¿lo son? ¿importa que lo sean?) hay mucho de la picaresca de la cantina, del bar hasta sus últimas consecuencias. La vida rocambolesca que aparece aquí y allá es una comedia para el lector. Al sentido del humor que inunda al libro lo atraviesa la voz de la calle. A diferencia de Chaplin, que se vale del humor para darnos una lección moral, Jorge F. Hernández sólo quiere hacernos reír con los esperpentos inspirados en obras consagradas y personajes de culto.
Apuesta por el mainstream (el Che, Frida, Warhol, Dali, Picasso, Agatha Christie la crucificción de Iztapalapa, El beso de Klimt) y por autores de culto como Salvador Elizondo, Octavio Paz, Julio Cortázar, Cervantes, Freud, García Márquez.
Cuentínimos , nos dice Hernández, “son intentos de cuento”, microficciones que “bauticé así en homenaje a Efraín Huerta que tenía poemínimos”.
Hay referencias a Los nibelungos, La internacional, Amarcord de Fellini, Turandot, la ópera inconclusa de Puccini, “Carta a una señorita en París”, Rayuela, las historias de cronopios de Cortázar.
Cuarentínimos... es la escritura como arena para el relajo, como objeto de divertimento. Prosa templada por la oralidad callejera y el relajo sin más propósito que hacernos reír, refresca la mesa editorial en estos días donde la nota roja saltó a los libros y los grandes temas han pasado de la seriedad a la solemnidad y la grilla.
Jorge F. Hernández es conocido desde hace tiempo no sólo por sus artículos semanales, sino por su afición por las imitaciones (a Octavio Paz no le hizo ninguna gracia cuando se enteró que lo imitaba). Cuarentínimo s ... ofrece la posibilidad de escuchar las imitaciones de algunos de los personajes que Jorge F. Hernández que homenajea con una aplicación que se activa con los códigos del libro como ocurre con Julio Cortázar.
No dudo que la crítica ningunee este libro, pero estoy seguro de que tendrá vida entre los lectores.