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Recuerdos cantineros
E

n una caminata reciente por el Centro Histórico con un par de paradas en sendas cantinas, para refrescarnos con una cervecita y seguir el recorrido, recordamos que se cuenta que surgieron cuando los estadunidenses invadieron la Ciudad de México en 1847. En sus largos ratos de ocio, nostálgicos por sus tabernas, propiciaron que se abrieran establecimientos donde pudieran beber y jugar a las cartas y los dados.

Hasta entonces existían las pulquerías, y de más baja ralea, las vinaterías, que eran establecimientos muy modestos que vendían aguardientes baratos. Éstos fueron desplazados a la periferia y en las calles céntricas de la ciudad proliferaron los salones, de los que nos habla Salvador Novo en su deleitoso libro Cocina mexicana: Historia gastronómica de la Ciudad de México.

Dice Novo: Tenían altos mostradores de madera bruñida, con una imprescindible barra de metal pulido a su pie, las mesillas de cubierta de mármol, las sillas de bejuco, de las llamadas austriacas, los camareros que atendían a la clientela con largos mandiles blancos, albeantes de limpieza.

Destacan en su crónica las sabrosuras que se ofrecían para comer por el precio de la bebida, lo que ahora es la popular botana. Su vívida descripción hace agua la boca: Había de todo: reluciente pavo al horno, entre rodajas de limón y de cebolla que trascendía fragante; aceitoso bacalao a la manera vizcaína, entre su salsa espesa en la que resaltaba el verde oscuro de las aceitunas y ponían su preciosa nota de color las gruesas rebanadas de los rojos pimientos morrones; rubias milanesas muy bien rebozadas entre frescas hojas de lechuga; carne de puerco en chile verde, la masa guinda de los frijoles refritos, barbacoa que se deshacía de puro tierna y vaporizaba caliente, caldosas rajas con queso fresco, abundante pan rebanado y altos rimeros de pequeñas y delgadas tortillas con un hornillo cercano para calentarlas.

Hay que aclarar que la actual botana no tiene esa abundancia, pero no deja de ser sabrosa; entre más copioso sea el consumo del etílico, así serán las viandas, llegando a constituir una comida completa.

Una de las que ofrece buena botana es el salón España; los viernes brindan platillos especiales que pueden incluir mojarras a la plancha o mixiotes; nunca falta un buen caldo y sabrosos guisados, además de sus célebres tortas y buenos platillos a la carta.

Como en todas las que conservan su carácter, hay dominó y cubilete que amenizan el rato agradablemente y no es raro que aparezca un trío para unas canciones de la nostalgia. También con botana: La Peninsular, La Montañesa, La Nueva Don León y la Río de la Plata.

Junto a éstas conviven otras más elegantes, que no ofrecen botana con la copa, pero algunas tienen buenos manjares a la carta como el elegante bar Mancera, El Gallo de Oro y el afamado La Ópera.

Esto nos lleva a constatar que la pasión por la buena comida no se ha perdido y continúa enriqueciéndose con influencias venidas de lejanas tierras.

En el barrio de La Merced, que lleva ese nombre por el convento que se estableció en ese lugar a fines del siglo XVII, se encuentra desde hace centurias una importante zona comercial que dio cobijo entre los años 20 y 50 del siglo XX a inmigrantes judíos, libaneses y españoles, que llegaron a esta capital buscando una vida mejor.

En su mayoría comerciantes, hicieron su hogar en las casas de vecindad, a unos pasos del negocio que frecuentemente era la calle misma. Ahí convivieron armoniosamente con los mexicanos, se hicieron amigos y compartieron costumbres.

Los recién llegados fueron imprimiendo la huella cultural de sus lejanas tierras; un aspecto trascendente fue la comida. En el rumbo se abrieron restaurantes y fondas de comida libanesa, española y judía, que vinieron a sumarse a los de comida mexicana de distintas partes del país. Los libaneses dejaron varios buenos restaurantes, entre los que destaca Al Andaluz, que ocupa una hermosa casona del siglo XVII, bellamente restaurada.

Los orientales dejaron su huella en los populares cafés de chinos, que continúan vigentes, al igual que los restaurantes del Barrio Chino. A la llegada de los exiliados españoles, a fines de la década de los 30, comenzaron a surgir lugares de comida económica y abundante que ayudaban a disminuir la añoranza de la patria chica; así nació el Centro Vasco, el Catalán, el Gallego, el Castellano, la Casa Valencia y tantos otros que se volvieron también favoritos de los capitalinos, al igual que los especializados en carnes, que establecieron 30 años más tarde los exiliados sudamericanos. Y así podríamos seguir, pero se acabó el espacio. ¡Salud y buen provecho!