lgunos términos cambian de sentido cuando cruzan el Atlántico. Es el caso del nacionalismo, que en el viejo continente suele estar asociado a corrientes conservadoras o reaccionarias, de las que el fascismo es el ejemplo extremo, y que en este lado se relacionan más con movimientos progresistas, impulsores de la soberanía y promotores de derechos humanos y sociales. Otro tanto ocurre con restauración, que se acuñó para referirse al regreso del absolutismo monárquico tras la descomposición de la revolución y la derrota del imperio napoleónico. En México, en cambio, república restaurada designa el triunfo del país sobre los invasores franceses y sus aliados locales. La república restaurada juarista significó el regreso a la Constitución de 1857, que se mantuvo suspendida, aunque no fuera formalmente derogada, durante la caricatura de imperio; a un país sin fueros ni privilegios de nacimiento, con el clero sometido a la autoridad del poder civil, con garantía individuales y, lo más importante, regida por los principios de que la soberanía nacional dimana del pueblo, que éste tiene el derecho inalienable de alterar la forma del gobierno.
El texto constitucional de 1857 fue puesto de lado durante la dictadura porfirista; sin realizarle cambios mayores, el tirano gobernó dando la espalda a la Carta Magna y su resistencia a reconocer el derecho del pueblo a cambiar de gobierno acabó por provocar la insurrección de 1910, la que a la postre desembocó en la demolición del orden social y político porfirista y en la redacción de una nueva Carta Magna, la que no sólo se preservó el artículo del principio citado –incluso con su numeral, el 39– , sino que dio cuerpo a los principios de justicia social de los Sentimientos de la Nación y de la Constitución de Apatzingán (1814); estableció derechos sociales y colectivos inéditos en el mundo de entonces y estipuló la primacía de la propiedad nacional y colectiva por sobre la individual.
Esta Constitución fue severamente desfigurada y pervertida por los gobiernos del ciclo neoliberal (1982-2018), los cuales introdujeron en ella disposiciones entreguistas, antidemocráticas, solapadoras de la corrupción y garantes de la perpetuación del saqueo tecnocrático. En 2018 empezó una larga batalla por el control efectivo, más allá de las formalidades representativas, del poder político, que estaba, en los hechos en manos de una camarilla político-delictiva-empresarial; en estos años la disputa se ha librado también en el escenario del texto constitucional: por el lado de la reacción, la defensa de un Carta Magna adulterada y falsificada, y por el de la 4T, la lucha por restituir los principios fundacionales del documento –que, como se ha dicho, se remontan a 1857 y aun a 1814–, por limpiarlo de las incrustaciones neoliberales y por adecuarlo al proyecto del país igualitario, democrático, justo y soberano que ha propugnado el movimiento.
La disputa llegó a un impasse en 2021, cuando las oposiciones oligárquicas decretaron un boicot legislativo y usaron su minoría para bloquear cualquier reforma constitucional. Hubo que esperar a las elecciones del año pasado para disponer de la mayoría calificada en ambas cámaras para emprender las reformas requeridas, empezando por la judicial. No exageró la presidenta Claudia Sheinbaum al afirmar que la actual legislatura, por el volumen y el calado de las reformas en curso, equivale a un congreso constituyente.
Redactar una nueva Carta Magna es un proceso lento, complicado y plagado de incertidumbres. Basta con ver el anticlímax en que desembocó la esperanza chilena de una constitución que dejara atrás la heredada por la dictadura piochetista. Aunque la 4T se propuso regenerar la vida pública de México, y por más que en un escenario ideal la transformación habría debido contar con un nuevo marco constitucional, el de 1917 era y es susceptible de una redignificación como la que se está llevando a cabo. No menos importante, la Constitución de Querétaro ha sido durante décadas, e incluso a pesar de las adulteraciones, un instrumento inapreciable de luchas sociales y populares, un último refugio frente a los desmanes y atropellos de los gobernantes y, se le vea por donde se le vea, el documento más subversivo en la vida del país, porque de acuerdo con él, el pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno.
Hoy, la Constitución es además una salvaguarda de la soberanía ante la desquiciada y rabiosa decadencia que experimenta el poder público en Estados Unidos, nuestro vecino poderoso.
Por todas esas razones, existe en el sentir popular un apego histórico y hasta afectivo a nuestra vieja Carta Magna que, renovada, merecía la restauración de su dignidad primigenia y una celebración de cumpleaños como la realizada el miércoles pasado en Querétaro. La República ha sido de nuevo restaurada.