Editorial
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Caso Wallace: vergüenza judicial
B

renda Quevedo Cruz, una de las supuestas involucradas en el presunto plagio y homicidio de Hugo Alberto Wallace en julio de 2005, salió ayer de prisión al obtener el cambio de medidas cautelares en su contra por arraigo domiciliario.

No termina con ello el infierno que Brenda ha vivido desde que Isabel Miranda de Wallace decidió destruir las vidas de varias personas para vengar la nunca probada muerte de su hijo: seguirá sometida a la vigilancia de la Policía Federal Ministerial y al uso de un localizador electrónico, además de tener prohibido salir sin autorización judicial de la zona conurbada de la Ciudad de México. Tampoco se podrá comunicar con o acercarse a su perseguidora.

Isabel Miranda es una empresaria con amplios contactos en círculos de poder económico y político, quien de manera sostenida ha hecho uso de expedientes judiciales para desacreditar causas sociales. Dirigente de una asociación de combate al secuestro y amiga de Felipe Calderón, durante los sexenios de éste y de Vicente Fox ejerció control ilegal sobre el Ministerio Público y las corporaciones policiacas, hasta el punto en que dirigía operativos sin tener cargo alguno. Con el favor de los regímenes blanquiazules, hizo encarcelar sin pruebas a quienes ella decidió responsabilizar por el crimen contra su hijo, pese a que desde un principio su caso estuvo lleno de contradicciones y de que nunca se probó que siquiera existiese un delito que investigar.

Si bien ha perdido sus conexiones dentro del gobierno, Miranda mantiene una innegable influencia en el Poder Judicial, donde la presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), Norma Lucía Piña Hernández, emprendió una cacería de brujas contra todo integrante de la judicatura que haya intentado hacer justicia para las víctimas de la empresaria. A sólo unas semanas de haberse convertido en titular del Poder Judicial, Piña usó una denuncia anónima (su recurso favorito cuando desea deshacerse de funcionarios que obstaculizan su concentración de poder) para forzar la dimisión de Netzaí Sandoval Ballesteros, ex director general del Instituto Federal de Defensoría Pública, y de Salvador Leyva, ex secretario técnico A de Combate a la Tortura, Tratos Crueles e Inhumanos de la misma dependencia. Piña Hernández tiene como secretario de estudio y cuenta a un cuñado de Miranda.

El de las víctimas de Wallace no es el único caso en que los tribunales mantienen encarceladas a personas cuya inocencia es manifiesta o sobre cuya culpabilidad no se cuenta con ninguna prueba real. En la actualidad, el más conocido de estos expedientes es el de Israel Vallarta, preso sin sentencia desde hace 18 años por secuestro y delincuencia organizada. Vallarta tuvo la mala suerte de ser usado por Genaro García Luna (hoy preso en Estados Unidos por narcotráfico) y un seudoperiodista para escenificar una pieza propagandística en la que se fingía combatir el delito de secuestro. Aunque desde hace casi dos décadas se sabe que el operativo en el que se le detuvo fue un montaje, apenas hace un mes el magistrado del primer tribunal colegiado de apelación en materia penal en el estado de México consideró razonable que se le haya privado de la libertad todo este tiempo sin elementos que prueben su culpabilidad.

Estos casos y muchos otros igualmente agraviantes, pero que no han alcanzado la misma resonancia mediática, exhiben cuán dañinos pueden ser los membretes de sociedad civil usados por sectores pudientes para erigirse en poderes fácticos, así como la urgencia de reformar al Poder Judicial a fin de acabar su perversa simbiosis con el poder económico.

Además de liberar de manera inmediata a todas las personas encarceladas injustamente, es imperativo garantizar que nunca más los jueces abusen de sus atribuciones para privar arbitrariamente de la libertad a personas que padecen la animadversión de los juzgadores y sus amigos.