amos a ser Venezuela, el dólar se cotizaría a 30 pesos, los grandes proyectos de infraestructura no habrían de terminarse nunca, el presupuesto no iba a alcanzar, los beneficiarios de Construyendo el Futuro se gastarían su beca en cerveza y drogas, la vacunación contra el covid-19 tomaría más de 100 años y el Aeropuerto Felipe Ángeles no podría construirse porque había un cerro justo donde estaban proyectadas sus pistas. Pero además, Andrés Manuel López Obrador iba a instaurar una dictadura, buscaría relegirse por medio de una consulta de revocación de mandato (la lógica nunca les ha sido necesaria) o al menos instalaría un liderazgo transexenal como el de Calles. Y además de autoritario o de abiertamente dictatorial, este gobierno sería antiecológico, machista, corruptísimo, opaco, enemigo de los derechos humanos, contrario a la libertad de expresión, perseguidor de periodistas, multiplicador de la pobreza y destructor de la economía.
La oposición reaccionaria pasó seis años –aunque en realidad fueron 18, porque empezó con eso desde 2006– inventando esos y otros agüeros, denuestos e insultos en medios impresos y electrónicos, en redes sociales, de boca en boca y hasta en las ediciones de Time , The New York Times , El País , The Wall Street Journal , la Deutsche Welle y otras afamadas tribunas internacionales. Incluso se crearon medios digitales especializados en execrar al gobierno de AMLO. La avalancha de distorsiones, verdades a medias y mentiras completas tenía como propósito influir en el ánimo del electorado para arrebatar a la Cuarta Transformación la mayoría electoral que la respaldó en 2018 y que le dio el mandato de demoler el viejo régimen y transformar la vida pública de México en beneficio de las mayorías.
Habría podido esperarse que, pasada la elección del 2 de junio, la reacción oligárquica pusiera en pausa su carísimo e inútil aparato de propaganda negra y que sus ideólogos y comentócratas se concentraran en el análisis de las razones de su estrepitosa derrota, así fuera para reconstruir a las derechas como una alternativa para 2030. Pero esa reacción no parece tener buena relación con la lógica y hasta ahora las fábricas de mentiras y campañas de pánico siguen funcionando, aunque descoyuntadas y repletas de contradicciones. Daría la impresión de que los derrotados siguen actuando como si estuvieran ante la inminencia de una nueva jornada electoral.
Pero no. Ahora la campaña –articulada con la anterior en muchos aspectos– obedece al triple afán de deslegitimar el contundente mandato popular que recibieron Claudia Sheinbaum y la coalición Sigamos Haciendo Historia, impulsar la catástrofe económica que la oposición prianista desearía –y que ha tratado de inducir en el tipo de cambio y el mercado accionario– y obstaculizar lo más que se pueda la consumación de las reformas contenidas en el plan C, reformas destinadas a suprimir el control que la oligarquía derrotada aún ejerce en el Poder Judicial y en instituciones autónomas del Estado y a reforzar y expandir la política de bienestar y prosperidad compartida.
La andanada en curso se traduce en la construcción de varios cocos o espantajos: el de la crisis económica –basado en el recuerdo genético de los desastres finisexenales que caracterizaron la penúltima etapa del priísmo–, el de la dictadura sin contrapesos –que se derivaría de la supuesta supresión de la autonomía del Poder Judicial– y el de una falsa disyuntiva entre un conflicto sucesorio entre AMLO y Sheinbaum o el establecimiento de un maximato en el que el primero tendría el control de facto del gobierno de la segunda.
Se trata, por supuesto, de falacias insostenibles: los capitales no son tan tontos como para irse de una economía sólida que si bien ha tenido cifras sin precedentes en la reducción de las desigualdades y la pobreza, ha dado a las corporaciones privadas utilidades también sin precedentes; aunado a esa solidez, el diferencial en las tasas de interés de Estados Unidos y de México difícilmente haría posible una corrida
que depreciara la divisa nacional hasta niveles similares a los que se vivieron con Peña Nieto.
Luego, si Claudia Sheinbaum albergara intenciones de supeditar el Judicial al Ejecutivo, no impulsaría la reforma del sector sino que se limitaría a dejar las cosas como están y a apegarse a las reglas actuales, que dan a la Presidencia la capacidad de armarse una Suprema Corte a modo. ¿O ya se les olvidó la abyecta sumisión del máximo tribunal del país en tiempos de Calderón y Peña Nieto?
Finalmente, no habrá pleito entre el Presidente saliente y la presidenta entrante por la simple razón de que ambos comparten el mismo proyecto político y que el primero no tiene el menor interés por conservar el poder. Lo malo es que los cocos gozan de credibilidad entre los previamente intoxicados, que éstos siguen inmersos en una pesadilla sin relación con la realidad y que no la están pasando bien.