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Cuentos de la derrota
E

n estos días, después de la victoria aplastante del movimiento de la 4T en las elecciones, han surgido tres ideas que podrían ser proyectos de cuento, pero no de debate público. Quiero interesarles en ellas porque son cómo la minoría derrotada imagina a la nueva mayoría que ha mandatado el cambio de régimen en México. Provienen del imaginario gótico, de Kafka y del romanticismo alemán.

El ministro reloj

Para quienes sostienen que la elección de ministros, magistrados y jueces rompe con la división de poderes, omiten que estamos viviendo en una república anómala donde la Suprema Corte suplantó al Poder Legislativo, con intensidad desde la llegada de Norma Piña a su presidencia. Dos terceras partes de las decisiones del Congreso han sido invalidadas. Así, 57 leyes fueron canceladas por los ministros pretextando, en el mejor de los casos, que no fue suficientemente discutido o, en el peor, inventando el derecho humano a la libre competencia, es decir, dándole trato de humano a Iberdrola. Que la Suprema Corte haya reducido sus labores a cuidar el reglamento interno de la Cámara de Diputados o, ya de plano, a cuidar los intereses de las eléctricas extranjeras, es ya de por sí grave porque exhibe a un poder, a su vez, sometido por las minorías parlamentarias o las corporaciones globales. Pero quiero ser tan enfático como ha sido la ministra Lenia Batres: se ha suplantado a todo un poder que representa, justo, la voluntad popular. Para intervenir cada vez más en el Poder Legislativo, los ministros se inventaron una democracia deliberativa que no existe en la Constitución y que, además, es una mala lectura del término creado por Habermas para describir un modelo ideal de concurrencia de opiniones para crear un razonamiento puro. Pero a los ministros no les importa que incluso el término de Habermas esté en desuso por su puerilidad, sino que le han dado rasgos propios: que hayan participado todos los partidos, que la discusión haya sido libre y equitativa. Si tomamos en cuenta que los partidos de oposición instauraron por decisión propia una moratoria legislativa en la que se jactaban de ni siquiera leer las iniciativas y hasta alardeaban sobre su poder de veto presumiendo que eran diputados plurinominales sin riesgo de ser castigados por electorado alguno, pues nunca vas a llegar a la norma de la Corte. Además, ¿cómo se evalúa desde un escritorio de un poder si el debate de otro poder fue equitativo? ¿Con horas asiento en comisiones o minutos de intervención en tribuna? Pues resulta que el ministro Pérez Dayán dice que sí, que la Corte debe vigilar las horas entre la publicación del dictamen y su votación. Con ese pretexto, inexistente en la Constitución, los ministros se han ahorrado hablar de la constitucionalidad o no de una ley y están convertidos en cronómetros. No por una transformación kafkiana, sino por la intención oficiosa y servil de anular a una mayoría popular en el Congreso. Entonces, cuando hablamos de autonomía de los poderes de la República, habría que empezar por impedir la suplantación que ha hecho la Corte de la mayoría representativa.

El encadenado encantado

Otra idea que ha surgido en estos días es la de que si un partido repite en el gobierno por voluntad de 36 millones de votantes, estamos en presencia del temido autoritarismo. Aunque el país ha tenido muchas mayorías calificadas, la más reciente, la del Pacto por México en 2012, de Peña Nieto, no fue atacada como antidemocrática. Ahora se inventa la autocracia popular que provoca una singular figura literaria: el pueblo que se somete a sí mismo o, como dijo la clásica, se vuelve a poner las cadenas que les quitamos. Lo imagino como un sadomasoquista sin pareja, digno del delirio alcohólico de Edgar Allan Poe: en un inmundo motel disfruta de infligirse tormentos a voluntad. Pero no sabe que su mente está siendo controlada por hipnosis de un mago todopoderoso que le echó un conjuro un día, sin que se diera cuenta. Es el terror a lo que nunca se ha visto: una mayoría, un consenso social, tan acentuado por 60% de los ciudadanos de todos los niveles de ingreso, escolaridades, geografías y géneros, que no cabe en la cabeza. Es un extravío frenético que convierte a los opositores en simples espectadores del destino trágico de la patria, ésa que cabía en una mesa de la cena en que acordaron quitarles las cadenas. Y no importa ya que se les grite desde atrás de las ventanas de la habitación oscura y maloliente, que se les avise del horror que les sobrevendrá: así está el pueblo masoquista gimiendo de placer en su victoria autocrática, dominado por el trance y éxtasis de su propio poder que, en realidad, es del siniestro mago. En las democracias verdaderas se alternan dos partidos, aunque sean lo mismo. No el mismo partido, ignorantes, soberbios.

El doble malo

En este personaje se concentran todos los furores de la derecha mexicana: que el fin del viejo régimen es, en realidad, su fortalecimiento, es decir que Morena, que terminó con el PRI, es un nuevo PRI; que ningún cambio es, en realidad, verdadero; y que las cosas cambian siempre para peor. Así, más democracia sólo puede conducirnos a su doble perverso: la dictadura de la mayoría. Y, por lo tanto, los programas sociales del gobierno obradorista sólo generan más pobreza, aunque sea de la voluntad. Es curioso cómo creen que el dinero genera sonámbulos que van a votar jubilosos. Pero hay más y abarca hasta a la izquierda verdadera: todo cambio que no sea anticapitalista es cosmético e ilusorio. El PRI es tan inamovible y omniabarcante, que no hay forma de escapar de él: nos circunda y nos asecha disfrazado de pueblo. El doble malo nos propone un cambio que arrasará con lo que hay de bueno. El problema de esta visión es que los que valoran como bueno, democrático y autónomo al Poder Judicial y los institutos son, por ahora, tan sólo una minoría espectadora.