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Manuel González Serrano: el derrumbe
H

ay artistas a quienes se los come su leyenda: Nahui Ollin o Manuel González Serrano.

A la primera se la quiere recordar como la indigente que no fue. Al final de su vida tenía techo, un sueldo y en la última foto conocida de ella, tomada unos meses antes de su muerte, se le ve guapa y vigorosa. Pese a todo, la leyenda quiere verla en la mendicidad vendiendo en la calle algunas de sus fotografías.

A González Serrano su leyenda lo presenta como el indigente en el que se convirtió por sus adicciones, más que por ser el autor de espléndidos cuadros.

Tenía 43 años cuando fue encontrado muerto el frío 17 de enero de 1960. Sus despojos que recogieron de la calle de Topacio, en la áspera Candelaria de los Patos, por el rumbo de la Merced, fueron identificados dos días después.

Atrás quedaron sus visitas al café París, donde conoció al dominicano Jaime Colson, quien, como él, estuvo influido por las primeras obras de Giorgio de Chirico.

El café París fue el más celebre del siglo XX mexicano. Lo frecuentaban los jovencísimos Octavio Paz y Carlos Fuentes, Diego Rivera, María Izquierdo, Juan Soriano, José Gorostiza, Jorge Cuesta, Xavier Villaurrutia, los Contemporáneos con quienes compartió algunos temas: la presencia de la muerte, el sueño, la soledad.

Llama la atención que su intensa vida social, que lo llevaba del café París al cabaret Leda de la colonia Doctores, o al célebre punto de encuentro de pintores de la calle de La Merced Las Pompas de Colores y la Plaza de Garibaldi, lo encerraran cada vez más en sí mismo.

En medio del bullicio era un solitario, un habitante de ese desierto interno lleno de demonios por el que tal vez fue encerrado en el manicomio de La Castañeda en tres ocasiones y del que sólo pudo salir huyendo. ¿Los constantes ocres de sus óleos, los páramos revisitados en su obra, fueron reflejo de ese desierto interno?

La pintura de González Serrano sorprende porque ante su mirada todo se derrumba: las construcciones del hombre, la esperanza, el mundo vegetal, la carne.

Su iconografía tiene mucho del desierto y sus tribulaciones; de la tierra árida y desolada, de la falta de vida. Sus paisajes, donde todo transcurre en silencio, son el lugar de los demonios y de las tentaciones. Dan cuenta de nuestro horizonte común en el que seremos polvo.

A sus pueblos se los come el abandono; a sus mujeres la proximidad del sepulcro: más que realidades, parecen espejismos, como el espléndido óleo en el que pintó a su segunda esposa, Andree Marie Hancock, tendida de costado en medio de un páramo donde la vegetación y su fuerza hidráulica no existe sino como reminiscencia o alucinación; el agua que toca con el pie o de la que surge es una visión como las muchas que tentaron a San Antonio o al mismo Cristo.

El artista escribió en uno de sus autorretratos que había sufrido más que Cristo y tal vez tuvo razón: a diferencia del ícono del cristianismo, él sí sucumbió a los demonios que lo hicieron morir en la vía pública.

Los motivos más frecuentes de sus obras son el derrumbe, la caída, la meticulosa erosión a la que el tiempo irreversible nos condena. Sus óleos y papeles nos instalan en el mundo del se acabó, del hasta aquí, del ya no más.

Ni el erotismo, que es motor de vida, conjura a los demonios en su obra. Los senos, nalgas, penes metamorfoseados en vegetales atraen y causan repulsa. No fecundan la tierra, anuncian, la mayoría de las veces, su futuro de polvo. El erotismo es la esperanza vencida.

Pero de ese mundo que no cuaja surge otro, el de los descomponedores que transforman la materia en un montón de desechos, basura, lodo. Legiones de gusanos, caracoles, bacterias, todo engullen.

La muestra Yo he sufrido más que Cristo, en el Museo de las Artes de la Universidad de Guadalajara, es la primera gran exposición que nos permite apreciar, más allá de su leyenda, la genialidad de este artista con más de 80 obras y un centenar de libros, objetos y correspondencia.