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Mis primeros mítines políticos
C

uando tenía algo así como 18 años, el único político a quien conocí fue a don Manuel Gómez Morín. (Por lo visto estaba yo destinada al PAN, porque cuando regresé de high school, en un convento de monjas del Sagrado Corazón en el estado de Filadelfia, mi hermana ya iba a casarse con Pablo Aspe Saiz.) Don Manuel tenía una prodigiosa biblioteca y su esposa, doña Lydia, nos invitaba a merendar a mi hermana y a mí en su casa.

Cenar con los Gómez Morín nos hacía felices tanto por la conversación como por la rica merienda. Después salíamos a jugar al jardín, y en una ocasión perdí una pulserita (extraviaba yo todo) con una medalla de la Virgen de Guadalupe. Don Manuel, inmediatamente, se puso a buscarla entre las matas de su jardín y me dio pena que se acuclillara para ver si acaso encontraba la pulsera de la muchachita babosa que sus hijos, Margarita, Juan Manuel y Mauricio, invitaban a merendar con los Romero de Terreros y los Martínez del Río.

¡Que el jefe del PAN se acuclillara en su propio jardín para buscar el brazalete de una jovencita distraída fue mi primera incursión en la política!

Desde entonces no he dejado de apasionarme por ella, aunque no creo que a don Manuel le gustaría la que escogí.

En los años 50, los dirigentes de uno de los innumerables mítines del PRI invitaron al pueblo a que expresara lo que quisiera. Nadie subió a la palestra, hasta que una señora española se atrevió y gritó con voz emocionada: ¡Yo soy de España! ¡Vengo de una tiranía y ustedes no se dan cuenta de la libertad de que gozan en este país tan hermoso, tan bello, tan chulo, tan lindo! ¡Llegué hace pocos años y aquí voy a morir! Finalmente, y turbada hasta las lágrimas, imploró: ¡Voten ustedes por el mejor, que todo en México es bueno! La señora no habló precisamente en favor del PRI, sino de cualquier candidato, de cualquier partido, porque al cabo y al fin todo en México se salva por sí mismo.

Cada seis años, la ciudad se llenaba de manifestaciones y carteles de propaganda. No quedaba una sola pared en blanco. Rostros de señores gordos, de pelo envaselinado, que enseñan sus dientes de oro, nos brindaban la mercancía de su diputación. La calidad de los letreros de propaganda revelaba la riqueza de los partidos. El PRI regaba luz neón, enormes focos y grandes retratos que apabullaban en glorioso tecnicolor.

En mi época, cuando empecé a interesarme en la política, el PAN presentaba a Luis H. Álvarez guapo y sereno en sus letreros blancos y azules –colores de la Virgen María–, y el PP rayaba con furia todas las paredes con un pedazo de carbón que muy pronto se borraba, porque no le alcanzaba para pintura. Lo curioso de estos carteles era que no decían nada político. Tan sólo ofrecían el rostro de un señor: El Candidato. Los que no leían los periódicos no podían saber ni cómo piensa López Mateos, ni cómo es Luis H. Álvarez, ni qué pretende Leonardo García, ni conocer tampoco los fines del candidato católico del Partido Comunista. Y los que leían los periódicos tampoco estaban mejor informados al toparse con consignas y una retórica gastada. Quizá del que más se sabía –en son de burla– era del doctor Leonardo García, porque daba consulta gratis en la calle y les pone inyecciones a las señoras a través del vestido.

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▲ Mítines políticos desde el punto de vista del dibujante y grabador mexicano Alberto Beltrán.Foto

Las camionetas de sonido cruzaban calles y avenidas vociferando en su alta voz: Ciudadano, cumple con tu deber, exactamente como los vendedores ambulantes que pregonan: Seis jugosas naranjas por un peso. En realidad, todos hacían esfuerzos por interesar a la gente en la política. El PRI –que se creía el mero petatero, y lo era, puesto que tenía el dinero– convocaba a mítines muy lucidos. Llevaba cantantes, músicos y locutores especializados. Recuerdo que en un mitin y desde una alta tarima hablaron Cantinflas (sin cantinflismos) e Isabela Corona. Cada vez participaban más actores de cine y de teatro. También se organizaban rifas para llamar la atención del estimado público y una mujer-candidato ofreció rifar licuadoras –sin decir cuántas– y se arremolinó una tremenda multitud. Como tan sólo eran dos las licuadoras, la gente se amotinó y por poco linchan a los propagandistas, que salieron corriendo.

Los del PAN pegaban su propaganda de noche. A veces obstruían el tránsito con sus mítines. Durante el día recorrían las calles con una bolsa llena de engomados; pegaban sus carteles en cualquier parte, sobre todo donde decía: Prohibido, y rayaban los muros blancos de casas ricas, aunque nunca las de Las Lomas, porque cada una tiene su cancerbero. Todas las oportunidades son buenas. Los del PP siempre se dieron catorrazos con los del PAN y, como el público ya lo sabía, más que a un mitin venía a presenciar un buen torneo de box. Vamos a darle vuelo a la hilacha de la política. Del PAN salían sin corbata los Creel, los Gómez Morín, los Landerreche, los Martínez del Río, los Riba, los Romero de Terreros, los Aspe, los Cervantes, los Cortina, los Escandón; del PRI, los Velásquez, los Roncal, los Olachea, los Robles y Corona, los Buitrón, y del PP, La Rana, El Chufas, El Fregón, El Ford, La Gringa, Palillo, el de la pulquería, y de allí mismo, La Bicha, La Araña y La Güera, porque allí sí le entraban las mujeres. También perdían la camisa y, por supuesto, las elecciones, los Hernández, los Pérez, los García, los López a secas.

Ahora, a mis 92 años, votar por una mujer universitaria y científica que admiro y quiero hace años es un gran regalo. No necesito analistas para asegurarme que hago bien. Tampoco reuniones a puerta cerrada de partidos. Mi conciencia, y lo que sé, desde Annie Pardo, gran amiga de don Tomás Espresate, padre de Neus, la editora de Era, que se la jugó al publicar La noche de Tlatelolco, es la que avisa: Elena, a votar.