Editorial
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Europa: prioridades extraviadas
D

e 2019 a la fecha aumentó en más de 200 mil el número de personas que viven en la calle en la Unión Europea (UE) y el Reino Unido, de acuerdo con las estimaciones que realiza la Federación europea de asociaciones que trabajan con personas sin hogar (Feantsa). En un informe redactado con la Fundación Abbé Pierre de Francia, la Feantsa advierte que la cifra de 895 mil indigentes es un cálculo conservador y no da cuenta de las proporciones reales del problema de acceso a la vivienda, ya que existen muchas situaciones de precariedad que no se computan bajo el rótulo de sin hogar.

Un aspecto revelador del estudio reside en la constatación de que las reducciones en la indigencia se dieron allí donde los Estados adoptaron un rol activo y aplicaron políticas diseñadas de manera específica para atajar este problema. Es decir, que en éste como en muchos otros ámbitos queda demostrado el carácter falaz de la ideología neoliberal, según la cual el mercado equilibra y resuelve por sí mismo los grandes desafíos sociales.

España vivió una dramática confirmación de los verdaderos efectos de convertir los derechos humanos en mercancías durante la crisis económica detonada en 2008 por la irresponsabilidad de los especuladores financieros estadunidenses; debacle que se prolongó hasta 2014 en la nación ibérica.

Sólo en 2012 se llevaron a cabo 101 mil lanzamientos hipotecarios, nombre técnico con que se conoce a los desahucios por impago de créditos inmobiliarios. Es imposible saber qué porcentaje de esos lanzamientos correspondió a expulsiones de familias de sus hogares, pues en aquel entonces el gobierno español no registraba esa información, pero las imágenes de ancianos, padres con bebés en brazos y todo tipo de personas sacadas a rastras de las viviendas que pagaron por años son un recuerdo imborrable del vínculo entre el modelo económico vigente y los números recogidos por la Feantsa.

Si a la crudeza del capitalismo se suma la politización de las decisiones económicas y el sacrificio de las mayorías en aras de necedades geoestratégicas, el único saldo posible es el desastre. Mientras casi un millón de seres humanos pernocta en las calles y un número incalculable enfrenta dificultades para sufragar el costo de la vivienda, la Unión Europea como entidad, la mayor parte de los Estados que la conforman y Reino Unido despilfarran dinero público en el afán de terminar con el estatus de potencia militar de Rusia.

Hasta febrero de este año, la UE había destinado 35 mil millones de euros a prolongar la guerra en Ucrania; Gran Bretaña, 9 mil 800 millones; Alemania, 7 mil 300 millones; Países Bajos casi 4 mil millones, y un país con una economía tan exigua como Polonia, 3 mil 500 millones, muy por encima de otros miembros de la UE con finanzas significativamente más robustas.

Esos fondos palidecen al lado de los costos que Europa ha asumido con la batería de sanciones que pretenden (hasta ahora, sin éxito) destrozar la economía rusa. Alemania, la máxima potencia económica del continente y por mucho tiempo considerada el motor económico de Europa, ve cómo sus industrias cierran o reducen actividades debido al alto costo de la energía. Las grandes beneficiarias han sido las transnacionales estadunidenses, que venden el gas natural entre 40 y 500 por ciento más caro que Rusia. En medio de tantas dificultades, el dogmatismo neoliberal permanece tan enquistado entre las clases gobernantes que la efímera ex primera ministra británica, Liz Truss, propuso bajar los impuestos a los más ricos mientras millones de sus conciudadanos caían en la pobreza por la inflación desbocada.

Europa debe recobrar la sensatez y poner el bienestar de sus habitantes por encima de fobias ideológicas, de la sumisión a los dictados de Washington y del apego a un dogma económico que ha mostrado de forma reiterada su naturaleza depredadora y nociva para las grandes mayorías. De persistir en el rumbo actual, no sólo caerá en la irrelevancia global, sino que infligirá un daño injustificable a su población.