Al iniciar el siglo XX, un grupo de investigadores dedicados a la nutrición comunitaria teníamos la desoladora sensación de que se generaba el peor de los mundos posibles en alimentación y salud de los mexicanos. Veinte años de neoliberalismo lograron devastar el valioso sistema agroproductivo campesino, preservado precariamente por una resistencia admirable, pero con altos costos sociales: pobreza, desnutrición, marginación.
Según el discurso hegemónico, estos males eran producto del sistema agrícola atrasado. La alternativa eran los agronegocios: grandes utilidades económicas para la industria alimentaria con el uso intensivo de maquinaria, combustibles, agroquímicos, insecticidas y semillas transgénicas.
Este modelo agotó tierras, arrasó reservas ecológicas y acuíferos, contaminó con gases invernadero. Sus productos atraviesan el planeta, dejando una cauda de desechos y basura contaminante acumulada en inmensas ínsulas, terrestres y marítimas.
Peor aún. En 1992 el gran investigador mexicano Adolfo Chávez, recientemente galardonado con la máxima presea nacional al mérito en salud, advertía que los cambios en la alimentación, con un gran consumo de productos ultraprocesados, empezaban a producir graves daños en la salud, y eso nos conduciría a una catástrofe epidemiológica, en el corto y mediano plazos.
En especial los mexicanos éramos muy vulnerables. Nuestros prodigiosos genes amerindios, armonizados metabólicamente en el proceso de domesticación del teozintle-maíz, el frijol y demás alimentos de la milpa, que habían permitido el éxito demográfico mesoamericano antes de la conquista española, eran “riesgosos” cuando quienes los portaban se alimentaban con comida chatarra. También supimos que el mecanismo de programación metabólica que favorecía la sobrevivencia de los niños desnutridos durante las primeras etapas de la vida, se volvía un grave factor de riesgo para el desarrollo de enfermedades crónicas no trasmisibles en un ambiente obesogénico.
Reconocimos que los alimentos chatarra inundaban el mercado nacional y afectaban en especial a la población en pobreza, la cual incrementaba a una velocidad inaudita la prevalencia de obesidad y enfermedades asociadas: diabetes, hipertensión, cardiopatías, tumores malignos y un largo etcétera, sin poder acceder a diagnóstico y atención médica oportunos ante el colapso del sector salud, devastado igualmente por las políticas neoliberales.
Muchas medidas de política pública, que hoy resultarían absurdas y suicidas, fueron reivindicadas como las que nos llevarían a la modernización y el progreso. Ante la abrumadora evidencia científica del riesgo epidemiológico, el libre mercado se impuso y no fue posible regular la publicidad ni la venta de los comestibles chatarra, informar ampliamente a la población, promover los sistemas agroecológicos de producción y distribución de alimentos saludables, e imponer cargas fiscales proporcionales a la magnitud del daño a la salud.
Todo lo contrario: se dejó que la industria refresquera y de comestibles chatarra controlara los programas de gobierno de “salud alimentaria”; se le dieron privilegios fiscales desmesurados; se le otorgó el control del agua y el espacio escolar; se consintió una perversa publicidad engañosa dirigida a niños, aprovechando su vulnerabilidad; se le permitió la contratación deducible de impuestos de cabilderos y líderes de opinión, así como sobornar a legisladores y funcionarios públicos para tenerlos a su servicio; se pagó a “científicos” para decir que no había alimentos malos ni evidencia científica de que sus productos dañaran a la salud; se estimuló que las transferencias económicas de los programas sociales se destinaran a comprar comestibles chatarra…
Durante la primera década del siglo XXI nos convertimos en el primer lugar en el consumo de bebidas azucaradas y comida chatarra, en obesidad infantil, en crecimiento de las enfermedades asociadas con la obesidad, en abandono de la lactancia materna, en exposición infantil a publicidad de alimentos no saludables. Así llegamos a 350 mil muertes anuales asociadas con la mala alimentación.
Mientras tanto, la evidencia científica se acumulaba, develando los mecanismos del daño asociado con la obesidad: formación de moléculas hiperreactivas que dañan tejidos, células y material genético; glicosilación de proteínas que activan procesos inflamatorios anómalos generalizados y de resistencia a la insulina que, conjuntamente, desencadenan los múltiples daños orgánicos del síndrome metabólico, alteración de la replicación del material genético y daño a los mecanismos inmunológicos que nos protegen contra tumores malignos e infecciones…
Y llegó la pandemia de Covid-19. Sabíamos que era inevitable su llegada, porque nuestra insensatez ecocídica favorece el intercambio viral con otras especies. Por ello enfrentaremos repetidas epidemias de este tipo.
El destino nos alcanzó en el peor de los escenarios epidemiológicos: un sistema de salud devastado y una población extensamente dañada en su resistencia inmunológica por la desnutrición y la obesidad. Teníamos claro que la letalidad por Covid-19 sería muy elevada, al sobrelaparse con la pandemia de daño metabólico que asola a México desde el inicio del nuevo siglo.
No todo es desolación: la larga resistencia campesina y de la sociedad civil ha articulado una sólida propuesta de reforma al sistema alimentario mexicano, que debe conjuntarse con la necesaria reforma estructural del sistema nacional de salud para conjurar la amenaza de pandemias futuras. •