os responsables de Le Débat, célebre revista francesa fundada en 1980 por Pierre Nora y Marcel Gauchet, decidieron suspender su publicación el mes pasado, después de 40 años de reflexión sobre las grandes cuestiones del mundo contemporáneo. Por sus páginas pasaron pensadores como Raymond Aron, Georges Dumézil, Michel Foucault o Jacques Le Goff. Debate alrededor de tres ejes esenciales: histórico, político y social. Pero, sobre todo, se pretendió no caer en posiciones políticas partidistas. Rechazo que no era sino el producto de una voluntad de responsabilidad cívica. Se trató, pues, de crear un espacio para un libre intercambio del pensamiento. De luchar contra militantismos fanáticos, uno de cuyos ejemplos lo ilustra la declaración: Preferible equivocarse con Sartre que tener razón con Aron
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Entre las razones invocadas para esta desaparición, la proliferación actual de la comunicación numérica tiene un lugar preponderante. Pero, razón más profunda aún que el progreso de lo digital, parece ser que hoy la posibilidad misma de un debate se vea cuestionada. ¿Es posible aún debatir, es decir exponer un punto de vista, sin ser interrumpido por una agresión verbal, si no física de uno de los profesionales de la polémica en los medios audiovisuales?
En efecto, el debate en su acepción estricta, la capacidad de escuchar las palabras del otro, de tratar de comprender su significado profundo, parece hallarse en desuso frente a la polémica sorda, el espectáculo televisivo, el escándalo propagandista, el insulto, el ensalvajamiento
social, la violencia oral cuando no física. Pantallas de televisión donde el espectador asiste a discusiones a gritos, redes sociales donde se ataca desde el anonimato, se destruyen reputaciones y se empuja a la desesperanza o el suicidio.
El reciente ejemplo mundial del insulto y la agresión como armas de discusión es, sin duda, el enfrentamiento entre Donald Trump y Joe Biden. El espectáculo dado por los candidatos a la elección presidencial de los Estados Unidos rebasó todas las previsiones posibles tanto por su brutalidad como por el vacío de las opiniones intercambiadas. No destacaron sino los insultos, el desprecio y, finalmente, el odio. Más allá de la cuestión estrictamente política, cada quien podría preguntarse sobre el sentido de tal violencia. Dio ante todo la impresión de un diálogo de sordos. No se trataba de escuchar al otro, sino de interrumpir para mejor insultar. Este método es bastante revelador del nuevo sistema de comunicación que se expande en la actualidad por todo el planeta.
Debe reconocerse que el desarrollo de los medios modernos de difusión de imágenes y sonidos juega, sin duda, un papel en la irrupción de la violencia. Y ésta, la violencia, es mucho más espectacular que la cortesía. Los auditores o los teles-pectadores retienen mejor los gritos que las palabras sensatas. No se trata de mostrarse inteligente, se trata de golpear fuerte. Este principio guerrero se utiliza ahora por cualquier causa y con cualquier propósito. Si usted es ecologista, diga que el fin del mundo tendrá lugar mañana. Si usted es una fanática del neofeminismo, declare que no escucha ni lee música y libros hechos por hombres, a quienes es mejor eliminar: su programa no corre el riesgo de olvidarse. Sobre todo, no deje de insultar a la persona que se atrevería a manifestar la menor duda sobre la exactitud absoluta de su declaración tan perentoria como definitiva. Para ello, utilice el vocabulario a la moda en Francia: trate de nazi, xenófobo, racista, criminal, asesino, a quien se le oponga. El individuo perderá su seguridad, se ruborizará, temblará y terminará por presentar sus excusas. Tal es el nivel de excelencia que puede alcanzarse por lo que hoy se llama un debate. El progreso no se detiene, al parecer. La única cuestión es saber si se dirige hacia lo mejor o lo peor. Si aún puede debatirse qué es preferible cuando la palabra enmudece.