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¿La fiesta en paz?

Guillermo H Cantú, una sustentada voz de alerta que nadie quiso escuchar

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arafraseando a los 650 intelectuales preocupados que recién firmaron un complacido desplegado, en el submundo de los toros podría decirse, sin temor a exagerar, que la libertad de expresión taurina está bajo asedio por sucesivos monopolios; con ello continúa amenazada la preservación de la tauromaquia como patrimonio cultural inmaterial de México, incluso sin el condicionado apoyo de la invocada Unesco.

Otra perla, aunque sin posibilidades de paráfrasis, es la que antier soltó el siempre creativo productor de arte, como le gusta autodefinirse, Simón Casas, empresario entre otras de la plaza de Las Ventas, de Madrid, quien pidió a la prensa ser más positiva porque cuando se puede hundir el barco del toreo, debemos apoyarlo más que nunca. ¡Chale, Monsieur!, si de algo ha carecido la fiesta de los toros en el mundo es de un periodismo pensante e independiente, menos cobero con el taurineo, esa lamentable cofradía de los poderes taurinos sin mayor trascendencia para la fiesta pero que la hunde a diario.

Se fue Cantú de este plano, luego de comprobar que ningún sector de la fiesta tomó en cuenta las oportunas advertencias contenidas a lo largo de su importante contribución a la reflexión taurina. Desde su primera obra, Muerte de Azúcar, substancia taurina de México, aparecida en septiembre de 1984 y reeditada en enero de 1987, Guillermo escandalizó a los partidarios, de aquí y de allá, de llevar la fiesta en paz, al atreverse a enarbolar la bandera de un nacionalismo taurino analítico e históricamente sustentado.

A nadie se le había ocurrido revisar los arcaicos complejos de inferioridad del mexicano, sin distingo de clase social, relacionados con la rica tradición taurina del país, o de aquilatar la expresión de nuestros toreros sin la óptica del colonizado, cuyo único referente válido es parecerse a los modelos de la metrópoli y haber triunfado en ruedos de la Península. A los prestigiados autores taurinos que precedieron a Cantú tampoco les interesó referirse a la ancestral ceguera ante lo nuestro, a tomar de España lo que realmente nutre y no lo que avasalla, a la urgente necesidad de valorarnos, a considerar al toreo como genuina expresión de mexicanidad, a la obligación de los empresarios de agregar valor a su espectáculo y a reiterar que son los mexicanos, no los españoles, los únicos responsables del rumbo que tome la fiesta brava por estas tierras.

Tras el éxito de esa obra inicial vinieron dos esmerados y reivindicadores ensayos biográfico-fotográficos: Silverio o la sensualidad en el toreo, en febrero de 1987, y Manolo Martínez un demonio de pasión, en septiembre de 1990, publicados también por Editorial Diana que, por desconocidos motivos, se desentendió del tema taurino no obstante las ventas alcanzadas por los tres títulos. Vuelta a lo editorialmente correcto y a acatar criterios de fuera. En estas nuevas obras, Cantú reiteró y reforzó un nacionalismo taurino a partir de datos duros, de fenómenos socioculturales incuestionables y de las aportaciones mexicanas a la evolución y perfeccionamiento del toreo, antes de que, con las empresas más adineradas de la historia, la dependencia taurina tomara carta de ciudadanía en el país.

Del cuarto y último libro de este incansable y perspicaz aficionado regio-lagunero sobre el tema, Visiones y fantasmas del toreo, publicado por Ediciones 2000 en enero de ese año, tan incisivo como los anteriores pero menos conocido y de una vigencia alarmante, nos ocuparemos con más detenimiento en próxima entrega.