A lo largo de las últimas décadas, las nuevas formas de explotación del capital en el agro, basado en el uso del paquete biotecnológico (semillas GM, agrotóxicos y siembra directa), consolidaron cambios sistemáticos de las dinámicas productivas, profundizaron procesos de concentración y control oligopólico del mercado de insumos y expandieron la frontera agrícola, impactando profundamente en el entramado social, económico, ambiental y sanitario de las regiones agrarias. El resultado fue la deforestación, la reducción del empleo agrario, la expulsión de productores y campesinos, la concentración económica, desplazamientos territoriales asociados a las migraciones rur-urbanas, y la sustitución de producciones agrícolas y la ganadería. Junto con esto, significó un aumento descomunal de más de 500 millones de toneladas por año en el uso de agrotóxicos.
La contracara de esta expansión ha sido la velocidad y multiplicación de conflictos y resistencias. No se pueden comprender las transformaciones ocurridas en el agro argentino, sin analizar los pueblos, escuelas y médicos que salen a denunciar la existencia de nuevas formas de enfermar y morir en los paisajes rur-urbanos, sin ver la resistencia al avance de las topadoras y a los desplazamientos por parte de los movimientos campesinos y de agricultores familiares, incluso con sus propias vidas. Asimismo, es necesario comprender la consolidación de procesos de organización por parte de las comunidades indígenas, la puesta en debate de la apropiación de la semilla a través de los marcos de propiedad intelectual, y las renovadas críticas por parte de muchos científicos que interpelan el rol de la ciencia en las relaciones de producción vigentes.
Muchos son los hitos históricos que marcan momentos álgidos en la lucha contra esta forma de producción agraria: la visibilización y denuncia de las Madres de Barrio Ituzaingó (Córdoba) en 2004, que culminó en el juicio a los productores agropecuarios; el debate público por el glifosato, encabezado por el científico Andrés Carrasco, en 2009; la expulsión de la planta de Monsanto de Malvinas Argentinas (Córdoba), en 2016. La multiplicidad de estrategias de lucha, la articulación de propuestas de resistencia ha sido parte del repertorio político de estos múltiples espacios. Cada uno de estos procesos ha generado una multiplicidad de aportes a la lucha contra el agronegocio, y denota que sólo es posible la construcción de alternativas a partir de una mirada crítica integral.
Uno de los principales elementos que cruza a estas luchas contra el agronegocio es su interpelación a las formas de producción de conocimiento. El ejemplo de las Madres de Ituzaingó es sólo un caso testigo que nos permite pensar las experiencias de lucha de los denominados “pueblos fumigados”. Esta experiencia generó el primer aporte de un registro de epidemiología popular y comunitaria que visibiliza de manera incontrastable la relación entre el agronegocio y la problemática epidemiológica de las regiones agrarias. La elaboración de estos insumos supone el desarrollo de metodologías para la producción de conocimiento contrahegemónico, que instala nuevas preguntas sobre la producción, circulación y sentido del conocimiento experto e interpela directamente el trabajo de los investigadores. De hecho, la generación de esta metodología comunitaria disparó la incorporación, ya para fines de esta etapa, de sujetos colectivos e individuales con referencia en las universidades y centros de investigación. Junto con esto, la experiencia de construcción de estos mapeos supuso una reconstrucción del territorio, una nueva manera de reconocerlo como “territorio fumigado” y de habitarlo, con una redefinición de lo público como instancia de construcción compartida en proceso de transformación.
Un segundo aporte por parte de estos movimientos en lucha, es la configuración de una nueva juridicidad que implica, por un lado, el reconocimiento de nuevos derechos y, por el otro, la interpelación al Estado.
La multiplicidad de conflictos, sujetos en lucha, herramientas y discursos ha fomentado el reconocimiento de un amplio abanico de derechos que son reclamados con diversas estrategias:
- El derecho al territorio, que supone no sólo la propiedad de la tierra sino la generación de nuevos usos (Ley de Reparación Histórica de la Agricultura Familiar N°27.118, de 2015);
- El derecho a un ambiente sano, al agua y a la salud, que se plasman en la multiplicidad de ordenanzas locales promovidas por vecinos y vecinas, y los amparos judiciales llevados adelante por abogados, con el apoyo y el trabajo de la comunidad;
- El derecho a la alimentación saludable, que desplaza el debate sobre los efectos de la exposición directa a agrotóxicos, a sus efectos por su consumo, en bajas dosis, en alimentos producidos con agrotóxicos y OGMs; y que han impuesto la necesidad de pensar, recuperar y sistematizar nuevos conocimientos asociados a las formas de producir alimentos;
- El derecho de la niñez y el derecho a condiciones dignas de trabajo, aspectos que se enarbolan desde la lucha de docentes y sindicatos para la protección de escuelas fumigadas.
Como contrapartida, el reconocimiento de la vulneración de estos derechos implica una relación contradictoria con el Estado. Porque si bien el Estado es reconocido como cómplice o responsable directo de la vulneración de estos derechos, al mismo tiempo, para algunas de estas organizaciones la táctica recurrente es la de incorporarse a las prácticas del Estado con el objeto de “torcer sus estructuras de poder”. El resultado final ha sido, al día de hoy, la contención de muchos de estos conflictos; es decir, mientras que el Estado reconoce la problemática, redefine la lucha de estos colectivos bajo sus propias lógicas y criterios, encauzando estos procesos emancipatorios. Este reencauzamiento puede visualizarse en el hecho de que la nueva legalidad absorbe y (re) crea nuevos argumentos para validar y aceptar los conflictos, definiendo cuáles son los actores “más plausibles” de ser convocados para el diálogo. Otro resultado ha sido la determinación territorial sobre cuál es la escala en que el propio Estado gestiona estos conflictos. Así, la conflictividad queda circunscripta casi exclusivamente a la escala local. De esta manera, la multiescalaridad del agronegocio contrasta de manera significativa con la dinámica territorial de las resistencias territoriales que han prevalecido.
Por último, la aparición de la agroecología como bandera de construcción política, expresa simbólicamente una mutación en los procesos de organización que supone el pasaje de percibirse como una comunidad de afectados, a la construcción colectiva de un proyecto social alternativo. La agroecología permitió integrar la lucha por la multiciplidad de derechos vulnerados y amalgamar las diversas formas de producción de conocimiento generadas. Finalmente, comenzó a visibilizar la necesidad de fortalecer los vínculos campo-ciudad, a partir de la creación de redes de consumo responsable, nodos alimentarios y ferias de alimentos agroecológicos. Así, la agroecología presenta un salto cualitativo que va de la resistencia a los diversos efectos generados por el modelo, a la propuesta de una forma alternativa de producción que aborda integralmente el conflicto.
Tras 25 años de luchas contra el agronegocio, las ricas experiencias de organización y resistencia abren a la posibilidad -y necesidad- de realizar balances y reflexiones que nos permitan asentar las bases críticas de nuestras futuras luchas. La construcción de la soberanía alimentaria nos necesita con el cuerpo en la tierra, en las calles y en la mesa. Además, nos obliga a la tarea incómoda de pensarnos críticamente, aprehendiendo en nuestras prácticas. La tarea es enorme… pero la recompensa de un mundo mejor es demasiado hermosa como para abandonar el desafío colectivo. •