Opinión
Ver día anteriorMartes 11 de agosto de 2020Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Ciudad perdida

Entre peligros y contradicciones

A

sí, de golpe, uno no alcanza a comprender por qué cuando el número de infectados y muertos por la pandemia no se sumaban por decenas de miles se nos pidió quedarnos en casa, y ahora que los números aterran se da paso a una anormalidad que empezó por atiborrar calles y poco a poco se manifiesta con grupos cada vez más grandes de personas en otras actividades supuestamente peligrosas.

La respuesta no parece estar al alcance de la mano, por eso hay quien asegura que se trató, fundamentalmente, de ganar tiempo para que los gobiernos, en todas partes del mundo, ofrecieran una respuesta hospitalaria que impidiera que las calles se llenaran de muertos y la infección se multiplicara.

No fueron los protocolos dictados desde las diarias conferencias de López-Gatell, sino un acto reflejo de las estructuras, por ejemplo, del poder económico que ya vaticinaban el fracaso del modelo de mercado imposibilitado a seguir el esquema de que la salud es un bien por el qué hay que pagar, y mucho, y terminaron por caer en su propia trampa.

La poca producción de bienes y la nula participación de la gente en la compraventa de ellos dieron certeza a todas las teorías que exigían sacar del mercado a la salud y a la educación, y exigían a los gobiernos construir más escuelas y hospitales para atender a la población que no puede pagar los muy altos servicios que proporcionan las organizaciones privadas.

En la Ciudad de México el mensaje se entendió, con todas sus consecuencias. Se abrieron espacios en los hospitales públicos existentes para dar cabida a los infectados graves de Covid-19, se crearon pabellones exclusivos para ese tipo de enfermos y se dictaron normas que en muchas ocasiones parecían ir a contracorriente de lo que se recomendaba a nivel federal.

Es muy posible que gracias a esas formas la ciudad no viva una crisis mayor a la que se tiene, pero el peligro continúa y hay más infectados y muertos, y las imposiciones se han relajado y no hay explicaciones fáciles a lo que se supone es la gran contradicción.

No obstante, como ya hemos dicho aquí, desmontar el aparato de mercado que durante más de tres décadas rigió la vida cotidiana es tarea de titanes. Más de la mitad de la población que tiene una ocupación realiza labores que no la hacen poseedora de las garantías que determina la ley y se le llama informal.

Ellos son, de muchas maneras, la parte más importante para la distribución y venta de una cantidad inimaginable de bienes, su concurso en la economía es ineludible, viven de lo que venden día con día. Encerrados no venden, para muchos de ellos la vida está en las calles.

Hoy el gobierno de la ciudad casi está seguro de que no habrá muertos en las calles y que incluso, y muy de poco en poco, los contagios cedan debido a reglas establecidas, pero lo que no puede parar, y es otra gran falla de la iniciativa privada que no crea empleos, es la actividad de aquellos que si no arriesgan, mueren.

De pasadita

Todo un tema ese de la prohibición de la venta de comida chatarra a los niños. Los datos que sobre la salud de los pequeños mexicanos se han dado en un sinnúmero de ocasiones han hallado oídos sordos tanto en los comerciantes como en las autoridades.

Esos tiempos parecen haber llegado a su fin. Las grandes marcas productoras de comida chatarra deberán migrar a nuevas ofertas de venta. Seguramente se les dará un tiempo para reconvertirse, pero si a ellos no les importa el futuro de los que hoy son niños, tiene que ser el Estado el que no ponga dentro de un paquete de papas el mañana del país.

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