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No sólo de pan...

De prescindir de la soberbia

E

n todas las tradiciones culturales, la soberbia es un rasgo negativo y condenable de los seres humanos, pero este espacio no bastaría para ejemplificarlo ni someramente, bástenos recordar el más próximo a la cultura de Occidente, donde la falta que amerita la expulsión del paraíso es el pecado original de la soberbia, fuente de la que derivan los otros pecados, pues la soberbia parte de la convicción de ser el mejor entre todos al grado de igualarse con la propia Creación, creyendo que se puede modificar mediante el halago para atraer ejércitos a esta causa.

De hecho, tras milenios de condena a la soberbia, en la segunda mitad del siglo XIX el filósofo alemán Nietzsche, afirma que la soberbia es la virtud de los hombres superiores, una virtud que implica honestidad absoluta consigo mismos para una autosuperación constante que no se esconde ante los otros, sino se exhibe. Pensamiento que corresponde al contexto histórico del clímax del colonialismo capitalista, el progreso de las ciencias y la industrialización a toda máquina en el occidente europeo. Cuando las religiones de Oriente y los cuerpos éticos de las culturas calificadas entonces de primitivas, consideraban aún a la soberbia individual un rasgo antisocial opuesto a la armonía colectiva, que aportan la solidaridad, la empatía y la humildad en las relaciones humanas, como parte de la armonía insuperable de la Naturaleza, o la Creación o Dios.

En el polo opuesto, representado por Occidente, el ser humano se iba volviendo superior a una naturaleza que aún percibe como un freno, un obstáculo a superar para obtener la realización plena, pero no de lo humano, sino de ciertos seres humanos superiores, a los que, desde el desarrollo de las ciencias positivas hasta las artes parece dar la razón una evolución inducida, hasta la locura del armamento nuclear. Y, en lo que se refiere a la actividad productiva para conservar la salud y la energía humanas, la investigación y la aplicación de resultados se concentran en la satisfacción de ciertas capas de las poblaciones y en una actividad comercial, no de intercambio justo, sino basada en la ganancia para unos pocos. Así, la soberbia es premiada con la acumulación de riquezas en unas pocas manos sin asomo de remordimientos.

Ya desde antes (en esta columna se ha planteado el proceso histórico de los monocultivos) el desarrollo de la humanidad en Occidente se sustenta en modificar la naturaleza así sea brutalmente, en principio para satisfacer las necesidades básicas, pero después para engrandecer el poder, económico, político, militar de unos sobre otros, considerados también humanos o no.

Desde que los pueblos de los trigos modificaron la naturaleza para facilitar la agricultura de estos cereales, rompiendo la simbiosis de plantas que crecían juntas, se construyeron como semidioses, desarrollaron una tecnología admirable, es cierto, pero se desviaron del poder resolver problemas al poder absoluto sobre el medio, al grado de considerarlo enemigo y dedicarse a destruirlo. Lo grave es que hayan impuesto los métodos aptos para su propia supervivencia en la cuarta parte del globo, a las otras tres cuartas partes que vivían satisfactoria y humildemente de los policultivos del arroz, el maíz y los tubérculos. Pero ya es tiempo de recuperar nuestra historia con firmeza y humildad ante Natura.