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50 palos... y sigo soñando
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▲ Pau Donés durante una visita a la Ciudad de México en marzo de 2017.Foto Ap
Periódico La Jornada
Domingo 14 de junio de 2020, p. a12

Pau Donés nació el 11 de octubre de 1966 y falleció el martes pasado. Entre una y otra fecha grabó varios discos con canciones que ahora llenan recuerdos de varias generaciones, de La flaca, que le dio la fama a su grupo Jarabe de Palo, a Eso que tú me das, pasando por Ying Yang, Bonito, Agua, Depende, Te miro y tiemblo, Duerme conmigo, Estamos prohibidos. Y dejó también un libro, 50 palos… y sigo soñando, lanzado en 2017 y del que en días recientes se han publicado algunos fragmentos, sobre todo aquel que cuenta la historia de la flaca que conoció en Cuba. Aquí dejamos para nuestros lectores un pedacito de ese libro lleno de pistas sobre el origen de las canciones de Jarabe de Palo, que era Pau Donés. (Fragmento del libro 50 palos… y sigo soñando, de Pau Donés, © 2017, Planeta. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México)

La primera vez que estuve en Berlín fue durante una gira que hacíamos por Europa, a finales de la primavera de 2005. Llegamos a la ciudad a media tarde, y fuimos directamente hacia el Kulturbrauerei, una antigua cervecería remodelada donde había una sala de conciertos estupenda que visitaríamos en repetidas ocasiones. Por la noche ofrecimos un concierto. La sala estaba a tope, y eso que era nuestra primera vez en la capital. Después del espectáculo entraron al camerino dos alemanas rubias y supersimpáticas, Antonia y Kati, y salimos de fiesta por la ciudad. Berlín de noche me pareció estupenda y de día también, pero tuvimos que abandonarla pronto porque al día siguiente teníamos otra cita en Hamburgo.

Aquella visita no pasó desapercibida ni para Álex Tenas (batero de Jarabe desde los inicios) ni para mí, y decidimos que algún día volveríamos a Berlín, pero a vivir. No pasó mucho tiempo. Por cuestiones que ahora no vienen a cuento, tanto Álex como yo nos separamos de nuestras respectivas parejas y en ese trance decidimos los dos irnos a vivir a esta ciudad. Mi primer destino fue Kreuzberg, barrio turco invadido por pihippies de todo el mundo. Después me mudaría a la casa de Michael Wenders, sobrino del director de cine Wim Wenders (casualidades de la vida), y por fin me acabé comprando un piso en Zehdenicker Strasse, en el barrio de Prenzlauer Berg, mi favorito en la ciudad.

Llegué a Berlín con la furgoneta cargada de instrumentos y equipos de grabación, además de con muchas ganas de pasar página y empezar un nuevo capítulo en mi vida. Estaba muy excitado y con tremendas ansias de aventura. Como decía, me establecí en primer lugar en Kreuzberg. Lupe, pintora muy talentosa y amiga, me alquiló temporalmente su estupendo piso. Me instalé en la habitación de sus hijos y por un mes se convirtió en mi zulo. Menos comer, todo lo hacía allí. Dormir, componer, grabar. Llegué un domingo por la tarde, monté el chiringuito y al día siguiente salí a dar una vuelta. Lo primero que hice fue comprar una bicicleta de segunda mano por 30 euros (aún la conservo). La ciudad estaba on fire, y yo, a medida que la conocía, más on fire que la ciudad. No me lo podía creer: edificios modernos pintados de colores, gente en los parques tomando el sol en pelotas, grafitis que merecerían estar en el MoMA de Nueva York, piscinas flotando en el río, playas de arena blanca con chiringuitos en sus orillas, gente sentada en las miles de terrazas bebiendo cerveza…

Recuerdo llegar a un descampado que había detrás del Tacheles, antiguo hotel en el barrio de Mitte destruido durante la Segunda Guerra Mundial y ahora colmena de artistas con pocos recursos y mucho talento. En el descampado había un tipo alto, con cara de español, paseando a un perro de raza bóxer color blanco. ¡Gunter! Mea de una puta vez que tengo un cuadro a medias que quiero terminar. ¿Estoy soñando? ¡Es de verdad! Ese tipo resultó llamarse Álex, alias El Brochas, también pintor, en ese momento hiperrealista y con mucho talento. Tenía un pequeño estudio en la colmena y me invitó a subir a su guarida y a una cerveza. Aún somos amigos, yo aquí y él viviendo en Berlín y pintando unos cuadros alucinantes. Pero volvamos al día en que nos conocimos: lo que descubrí en ese edificio me quitó el sueño durante por lo menos quince días: había como cuarenta pequeños estudios, todos contiguos unos a otros, era como un hotel sin puertas en las habitaciones, con inquilinos que eran pintores, fotógrafos, DJ, músicos , y en el que también había una compañía de danza contemporánea y un par de productoras de cine independiente. Cuando un DJ quería hacer un videoclip, hablaba con un pintor para el decorado, con los de la escuela de danza para una coreografía, con los del cine para la producción. Y así unos con los otros. Las ideas fluían a chorros y la interacción entre ellos era fulminante, en el sentido de la creatividad. ¡Menuda máquina de crear arte! Y cuánto talento junto. Eso me noqueó. Tuve la sensación de haber estado perdiendo el tiempo durante muchos años, pero nunca es tarde, ahora que lo conocía lo iba a aprovechar al máximo. Durante el medio año que pasé en Berlín rara era la tarde que no iba a visitar a Álex El Brochas a su estudio, y es que esa atmósfera me tenía totalmente anonadado. Por la noche regresaba al apartamento y me encerraba en el improvisado estudio de la casa de Lupe y me ponía a componer como un loco. Berlín estaba lleno de artistas, de los de verdad, y yo me sentía uno de ellos. En esa ciudad escribí todas las canciones de nuestro sexto trabajo, Adelantando (2007) y, por qué no reconocerlo, uno de mis discos preferidos.

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Cerca del Tacheles había un pequeño bar regentado por uno de mis grandes amores durante mi estancia en Berlín. Después de la visita a El Brochas cada tarde, con disciplina alemana, me iba a ver a mi chica: alta, delgada, con los ojos rasgados muy azules y el pelo castaño, muy lacio, casi siempre recogido en un moño. Llegaba al lugar, me sentaba en la terraza, sacaba mi libreta y me ponía a escribir. Ella salía, seria, como buena berlinesa, y en un inglés bastante rudimentario me preguntaba todos los días, como si nunca antes me hubiera visto, lo que quería tomar, cuando yo iba siempre a la misma hora y pedía lo mismo: una Franziskaner de medio litro servida en vaso largo. Y ella, cada tarde, me preguntaba una y otra vez: Peanuts or chips? (¿cacahuetes o patatas fritas?). Estaba totalmente abducido por esa mujer. Nunca le pregunté su nombre, nunca intercambié otras palabras que no fueran Hello, may I have a cold Franziskaner, please?, y cuando me marchaba del local, Good bye. Eso fue todo. ¡Puta timidez! Pero la adoraba, y durante seis meses fue mi musa. Bueno, ella y alguna más, porque en esos días andaba yo muy enamoradizo. Pero esa ya es otra historia.

Volvamos a Berlín, ¿qué se puede esperar de una ciudad que en menos de setenta años fue arrasada, partida por un muro, reconstruida y ahora tomada como símbolo de la reunificación alemana? Pues eso, que siga dando guerra, en este caso guerra cultural y creativa. Después de derribar el Muro, los alemanes se gastaron una auténtica fortuna en reconstruir la ciudad, la prepararon para que fuera la nueva capital política y económica de Alemania. Pero la jugada no salió bien, pues el poder político sí se instaló en la ciudad, pero no el económico, con lo que Berlín se quedó sin huéspedes con los que llenar los cientos de pisos e infraestructuras que se habían habilitado para el proyecto.

No pasa nada. Por aquel entonces Klaus Wowereit, el alcalde gay de la ciudad, se dio cuenta de que, a falta de ejecutivos, la ciudad podría estar habitada por artistas, así que la ofreció al arte. Era muy barato vivir en Berlín, y la ciudad, además de bonita y muy bien equipada, era ideal para llenarla de gente con muchas ideas y pocos recursos. Empezó con esa idea y consiguió que ahora Berlín sea uno de los principales centros multiculti del mundo. Detrás de los artistas, como siempre sucede, vinieron los yuppies, y ahora es también uno de los centros económicos del país. Ni Nueva York ni Londres ni ná de ná.