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Ver día anteriorSábado 30 de noviembre de 2019Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Akhnaten: ecléctico ritual solar
E

l joven Amenhotep IV asciende al trono como faraón de Egipto. De inmediato, cambia su nombre por el de Akhnaten (espíritu del dios-sol), manda al basurero de la historia a Isis, Osiris, Anubis, Bastet, Horus, Thoth, Hathor, Sekhmet y demás dioses de antes y decreta una nueva religión monoteísta con Aten, el Sol, como centro. Tal es el arranque narrativo de la formidable ópera Akhnaten (1984) de Philip Glass, puesta en el Met de Nueva York (por vez primera) hace unos días y transmitida al mundo entero como parte de su programa de divulgación.

Una de las virtudes centrales de Akhnaten es que, en vez de los telenoveleros melodramas que ofrecen la mayoría de las óperas de repertorio, hay aquí una poderosa historia de rebelión y cambio que, más allá de la sustitución de deidades que hay en el núcleo de su argumento, ofrece una potente alegoría política y social que nos recuerda que a la mayoría de los RRR (reformadores religiosos radicales) les ha ido muy mal; el faraón Akhnaten no es la excepción, y la crónica de su caída anunciada ha sido convertida en una ópera de primer nivel en todos sus aspectos.

En lo musical, lo vocal y lo teatral, esta puesta de Akhnaten resultó un triunfo completo, gracias al rendimiento superior de todos los involucrados y de manera especial, gracias a la impecable dirección musical de Karen Kamensek, quien debutó en el Met con este Akhnaten. Como bien lo dice ella misma, nada hay más difícil de dirigir que la música de Glass, por el altísimo grado de concentración que demandan sus células melódicas y patrones rítmicos reiterados. La solidez y credibilidad que Kamensek expresó en el foso del Met estuvieron respaldadas por la doble ventaja de que ha sido directora musical de varios teatros de ópera, y de que ha tenido una relación particularmente estrecha con las óperas de Philip Glass.

La puesta en escena, encomendada a Phelim McDermott, tiene una enorme y bien urdida carga ritual, y además es de una gran riqueza plástica; si bien tiene algunos imponentes momentos de abigarrado lujo visual, triunfa sobre todo en las dos escenas más sencillas, presentadas con una austeridad casi espartana. La primera de ellas, lo mejor de toda la ópera, es el intenso dueto amoroso entre Akhnaten y Nefertiti. Solos en el escenario, ahora despojado de todo lujo o artificio, y envueltos en largas túnicas rojas, cantan bajo la discreta mirada del Sol uno de los mejores momentos de toda la música vocal de Philip Glass, que incluye algunas notables disonancias, poco usuales en el lenguaje repetitivo del compositor. El éxito (escénico y musical) de este dueto se debió en lo fundamental al canto estelar e intenso del contratenor Anthony Roth Costanzo y la mezzosoprano J’Nai Bridges. Después, un par de escenas más tarde, Akhnaten canta su conmovedor Himno al Sol, que concluye con el temerario faraón fundiéndose, literalmente, con el astro que es el centro de sus preocupaciones.

Si bien el diseño escénico de la ópera se sustenta en una sólida iconografía egipcia, se vuelve ecléctico (y por ello, quizá, intemporal) con la interesante inclusión (¿intrusión?) de elementos de otros tiempos y culturas, desde máscaras propias de las etnias del norte de México y el sur de Estados Unidos, hasta el vestuario de Aye (Richard Bernstein), buena reproducción del equipamiento de un jerarca del rito vudú de Haití. Otro acierto notable, la presencia del bajo-barítono Zachary James como el espíritu de Amenhotep III, quien cumplió con presencia, potencia y credibilidad su rol de narrador/cronista de los sucesos del argumento.

Si bien es cierto que los numerosos malabaristas convocados para jugar con pelotas y clavas cumplieron por momentos un interesante rol escénico, resultaron un tanto redundantes en otros, más allá de que ocurrieron un par de los accidentes que era de esperarse que pasaran.

Sin embargo, en las últimas páginas de la ópera, la redondez y traslación de las pelotas de los malabaristas adquirieron una notable carga simbólica.