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Novedad de los muertos
D

ía de Muertos se le llama, y por alguna extraña razón en México creemos que es una fiesta única y exclusiva que viene de muy lejos. De nuestras raíces, se dice. Todo el cotorreo prehispánico de Mictlán y el viaje mexica al inframundo poca relación guarda con las calaveritas de azúcar de añeja tradición. Menos aún con las Catrinas pintarrajeadas que hoy inundan las ciudades, tradición nacida apenas anteayer, y ni siquiera aquí, sino en ciudades de California, pero que ya se decretó por empresas y gobiernos que es Nuestra Tradición. Y ríase James Bond.

Lo notable es que en el mundo se la creen. Caracteriza a México. Y bueno, una aportación sí es nuestra: burlarse de ella, hoy que hasta la Muerte es marca registrada, como si las Catrinas en plazas y desfiles fueran culpa de José Guadalupe Posada, que tan en paz descansaba hasta que vinieron a menear su memoria con vestidos multicolores y rostros blancos enrejados en filigrana negra. ¿Debe escandalizarnos que la fiesta devenga un Halloween de periferia colonial, siendo que es (sacrosanta palabra) sincrética hasta las cachas, lejos ya del Tzompantli y las figuras de amaranto y sangre sacrificial que horrorizaron tanto a los conquistadores como para prohibir aquellas alegrías siniestras?

Las calaveritas de antaño eran golosina. Ahora, artesanía ornamental. Los niños comen peores dulces estos días. Pedir calaverita aparece ya en Macario, de B. Traven (1950) y en la versión fílmica de Roberto Gavaldón (1960) que tanto debe visualmente (Gabriel Figueroa de por medio) a ¡Que viva México! (1932) de Serguei Eisenstein, parcialmente conocida en los años posteriores bajo otros nombres.

Hacia 1960 se empalmó la exigencia anglosajona de la Noche de Brujas, hasta derivar a una suerte de mendicidad tolerada de dos o tres días entre las clases desfavorecidas de la sociedad urbana, mientras las clases medias agringadas se apropiaban del Halloween infantil. En los años 60 era pretexto para disfraz infantil, sin nada carnavalesco.

Durante décadas, y a la fecha, este rejuego del disfraz, el truco y las Catrinas ha tenido sin cuidado a las comunidades y barrios del centro y sur de la República. Allí la fiesta es con los difuntitos propios, un banquete espectral, religioso y festivo, conmovedor, imaginativo, no del todo diferente a la tradición cristiana del Medioevo europeo traída por los misioneros.

La investigadora Elsa Malvido ha documentado que Todos los Santos y Fieles Difuntos son rituales inventados en la Francia del siglo X por el Abad de Cluny, quien rescató la celebración en honor de los Macabeos, familia de patriotas judíos reconocidos como mártires en el santoral católico, el 2 de noviembre y dispuso el día anterior para celebrar a los santos y mártires anónimos, aquellos que no poseen nombre ni apellido, ni celebración en el calendario ritual católico. En Todos los Santos, dice Malvido, se ponía un inmenso altar donde se exhibían las reliquias de los santos (el ara) que cada iglesia poseía en sus altares: huesos, cráneos u otros restos, la tierra donde fueron enterrados o jirones de su ropa.

En Sicilia, Galicia, Chile y Guatemala también se celebra. Puede incluir calaveras reales adornadas (las ñatitas de Bolivia), panes como huesos, flores, veladoras. Y trago. Será su recreación en la década nacionalista de 1930 la que idealice aquí lo prehispánico de la fecha. El cine, los muralistas, los propagandistas posrevolucionarios y los fotógrafos contribuyeron al neomito. No obstante, los hogares en el campo y la ciudad siguieron instalando ofrendas y las familias visitando el camposanto.

La modernidad debilitó la celebración urbana. Si uno andaba de folclórico, se lanzaba a Mixquic o Janitzio, aconsejado por el cine nacional y las agencias de viajes. Casi había desaparecido hacia 1985, cuando el terremoto revitalizó la celebración, con grandes y muy sentidas ofrendas en el Zócalo y las ruinas recientes. Regresaron las ofendas a las casas, las escuelas, las plazas, los centros de trabajo. Se convirtió en una fecha para recordar a los caídos en la lucha social y los feminicidios. Las Catrinas actuales, con su vistosa chispa de la vida y su fertilidad para las selfis, datan de fines del siglo XX, cuando chicanos y migrantes mexicanos en Los Ángeles, San Francisco y Nueva York dieron en pintarse la cara, para júbilo de los gabachos que encontraron nuevos pretextos para disfrazarse y seguir de Halloween.

El resto, nuevamente, lo hizo el cine. Hollywood esta vez: A Night in Old Mexico (Aragón Álvarez, 2013), Spectre (Mendes, 2015), Coco (Unkrish y Molina, 2017). Y nació una nueva tradición milenaria, aprovechando que la gente se ha desinhibido y se pinta de colores la cara y se disfraza para ir a los estadios y a las fiestas de Halloween, que también en México se han vuelto para adultos. La Catrina Technicolor no conecta con el Inframundo nahua ni con nuestros muertitos, pero ya es inmanente como Frida, los Pueblos Mágicos y la Patria misma.