l sábado pasado, el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, ordenó la expulsión de todos los diplomáticos venezolanos y les dio plazo de 48 horas para salir del territorio salvadoreño. En un comunicado, justificó la insólita decisión, al afirmar que no reconoce la legitimidad del gobierno de Maduro
, que éste realiza violaciones sistemáticas a los derechos humanos
y reconoce la legitimidad del presidente encargado, Juan Guaidó
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Los argumentos son de asombrosa puerilidad. Por ejemplo, si el asunto de las violaciones a los derechos humanos pudiera ser tomado en serio resultaría obligado preguntarse por qué El Salvador no expulsa también al cuerpo diplomático chileno, cuyo gobierno ha emprendido una bárbara e injustificable represión contra manifestantes pacíficos y desarmados.
Además, el reconocimiento oficial a un político opositor autoproclamado presidente es un disparate jurídico y diplomático que debilita la legalidad internacional y violenta los principios de no intervención y respeto a la autodeterminación de las naciones.
Como era de esperarse, el mandatario venezolano ordenó en reciprocidad la salida de Venezuela del cuerpo diplomático salvadoreño y acusó a Bukele de asumir el papel de peón
de Washington y de suministrar un exiguo balón de oxígeno a la menguante estrategia estadunidense de intervención y bloqueo económico contra el pueblo de Venezuela
.
En efecto, la virtual ruptura diplomática entre esos dos países hermanos no es resultado de conflicto alguno en los vínculos bilaterales entre ambos, sino de las presiones de Estados Unidos, tanto directas como por medio de la Organización de Estados Americanos (OEA), orientadas a aislar a Caracas del resto del continente a fin de debilitar política, diplomática y económicamente a la República Bolivariana y realinear a Venezuela en las directrices de la Casa Blanca y el Departamento de Estado.
Con independencia de las consideraciones sobre la complicada situación política venezolana, resulta deplorable desde cualquier punto de vista que el mandatario salvadoreño haya dado la espalda a los intereses del Estado y del pueblo de El Salvador y haya actuado con el único objetivo visible de complacer al gobierno de Donald Trump.
Con ello, Bukele no causa un daño significativo al acosado régimen bolivariano sino que aniquila las expectativas que llegó a generar como gobernante y socava toda posibilidad de que su país logre adquirir una voz relevante en el escenario latinoamericano e incluso en el centroamericano: en lo sucesivo, su administración será considerada un instrumento más de entre los que Washington posee en la región. Por lo demás, el deplorable episodio subraya la necesidad de que los gobiernos del subcontinente actúen con altura de miras, sentido de dignidad e independencia; en cambio, los gestos de sumisión como el protagonizado por Bukele los inhabilitan, en tanto actores propositivos en el ámbito internacional, y neutralizan su autoridad moral para reclamar respeto a su propia soberanía cuando ésta se vea amenazada.
Esas consideraciones debieran ser particularmente atendidas por los jefes de Estado de naciones pequeñas y vulnerables –como El Salvador– que por su misma condición son más proclives a sufrir presiones injerencistas y a sucumbir ante ellas.
Finalmente, el disparate diplomático salvadoreño vuelve a poner en evidencia el nefasto papel de la OEA como fábrica de discursos intervencionistas favorables a Washington y sumamente perjudiciales para las sociedades latinoamericanas. Resulta imperativo impulsar y fortalecer otras instancias regionales, como la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), y concentrar en ellos atribuciones y funciones desempeñadas hasta ahora por el obsoleto, desvirtuado y vergonzoso organismo panamericano.