n algunos sectores académicos y de opinión pública se ha tachado al presidente Trump de populista
. Sus discursos y promesas de retornar la grandeza
a Estados Unidos a costa de los inmigrantes, las relaciones comerciales con otras naciones, la educación y elmedio ambiente, entre otras, le valió esa caracterización. En el extremo opuesto de ese discurso también se ha calificado de populistas
a Bernie Sanders, Elizabeth Warren y otros personajes que, como ellos, han expresado la necesidad de un desarrollo 180 grados opuesto al proclamado por Donald Trump.
No hay que ahondar mucho para advertir la diferencia entre un discurso y otro, por más que a ambos se les quiera adjetivar como populistas
. Es prematuro para saber si Sanders o Warren podrán arribar a la Casa Blanca, y aún más difícil constatar si su discurso pueda consolidarse en acciones de gobierno que beneficien a la mayoría de los estadunidenses y cambien la faz de la política del país. Pero en todo caso, es un error meter en el mismo saco a todos los así llamados populistas.
Poner en el mismo plano a dictadores fascistas, cuyo propósito es el exterminio o la subyugación de un determinado grupo de la población, con aquellos que pretenden abrir una vía política y económica para abatir la injusticia social y la pobreza es, por decir lo menos, desafortunado. Algunos estudiosos del fenómeno del populismo lo han considerado connatural a los procesos democráticos y han resaltado sus principales características, pero han sido cuidadosos para no meter en un mismo costal a todos. Sería el caso de quienes juzgan por igual a Sanders y Warren con Trump.
Para no ir más lejos, en Sudamérica, donde el populismo tiene una larga historia, lo que ha sucedido en Ecuador recientemente ha devenido en una revuelta social, de la que la oligarquía ecuatoriana ha culpado al ex presidente Rafael Correa, a quien ha denostado como populista
. Sin embargo, la opinión que de Correa tienen la población indígena, los trabajadores y los estudiantes es diametralmente opuesta. Para ellos el correísmo
fue benéfico. Puso el acento en la infraestructura, construyendo carreteras y puentes, ampliando la red eléctrica y la de telecomunicaciones. Se dio acceso a comunidades que el desarrollo
había marginado y además promovió el acceso a la salud y la educación. Pero afectó a grupos de poder que se habían beneficiado de un desarrollo
al que no había tenido alcance la mayoría de la población.
Culpar a Correa de los desequilibrios fiscales es no entender que éstos tienen su origen en la reticencia de la oligarquía criolla a una reforma fiscal que se haga cargo de las diferencias económicas y sociales. En el FMI y el Banco Mundial muy pronto se olvidaron las lecciones de Joseph Stiglitz. Continúan exigiendo a los países en vías de desarrollo modelos económicos que nada tienen que ver con sus condiciones reales, ocasionando revueltas como en Ecuador y Chile, donde las mayorías se rebelan a ese modelo de desarrollo
ajeno a sus necesidades y que está demostrado que ha fallado una y otra vez.
El futuro de candidatos populistas
como Sanders y Warren es incierto en un país en que las diferencias sociales y económicas son abismalmente diferentes a las de la mayoría de los países en desarrollo. Pero, en último término, la diferencia entre los Sanders, Warren y Correa, con los Trump, Bolsonaro y demás personajes del mismo talante, son evidentes, con o sin calificativos.