Opinión
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Mar de historias

Tocata y fuga

L

os viernes llegan familiares de los niños para llevárselos a sus casas. Se van felices. Mis compañeras y yo aprovechamos sábados y domingos para pulir los muebles. Alberto, el albañil, viene a hacer reparaciones que siempre hacen falta.

Aparte de Gonzalo, el cuidador, dos de nosotras siempre nos quedamos de guardia. Este mes nos toca a Reyna y a mí. Ella es muy buena cocinera y nadie hace mejores galletas. Creemos que el secreto de su magnífica sazón estriba en el hecho de que mientras guisa oye música en la radio que le obsequiamos. Por otra parte, Reyna es una persona muy dulce, pero demasiado tímida. A lo mejor por eso habla tan poco y casi nunca se ríe, pero si lo hace es en tono muy bajo, como si se avergonzara de mostrarse alegre.

El domingo estábamos tranquilas, cada una en su quehacer. De pronto, Reyna me pidió que fuera al súper a traerle mantequilla, levadura y grajeas. Me tardé porque había mucha gente comprando. Al volver, desde el zaguán escuché toses y carraspeos. Temí que a mi compañera le hubiese dado uno de sus ataques y corrí a la cocina. Para mi sorpresa, encontré a Reyna con la cara encendida y llorando de risa.

Medio asustada, le pedí que me explicara el motivo de su reacción. Sucedió algo tan raro que ni yo puedo creerlo, y eso que lo vi todo. Un nuevo acceso de risa le impidió seguir adelante. Tuve que esperar unos minutos para que, ya más serena, Reyna pudiera aclararme la causa de su euforia. Intentaré relatar los hechos en la forma tan clara y ordenada en que ella lo hizo.

II

En la cocina se encierra mucho el calor. Para refrescarse Reyna abrió la ventana y luego prendió la radio para oír uno de sus programas preferidos: Románticas y sabrosas. Durante la primera media hora transmite boleros y baladas; en la segunda, música tropical. Estaba cerniendo la harina cuando escuchó en la calle risas y palabras incomprensibles. Sintió curiosidad y al asomarse a la ventana vio a una pareja que, sentada en la jardinera que está en la banqueta, jugueteaba y se hacía caricias un poco fuertes –a decir de Reyna.

Incómoda, para no sentirse indiscreta, bajó un poquito la persiana y siguió trabajando animada por una cumbia. Al escuchar muy cerca silbidos y aplausos de nuevo se asomó por la ventana. Para su sorpresa, vio que la pareja se contorsionaba de una manera obscena al ritmo de la música. Pensó en salir a suplicarles que por favor buscaran un sitio más discreto para hacer sus cosas.

Desistió ante la repentina violencia con que la mujer rechazó a su galán y se puso a reclamarle sus infidelidades. Desconcertado, el hombre intentaba calmarla con nuevas caricias, pero ella retrocedió hasta quedar contra la ventana. Entonces, con los brazos tatuados abiertos, le suplicó a su amante que, si ya no la quería, allí mismo la matara. En respuesta, el adorador se abalanzó sobre ella y mientras le acariciaba los senos, le mordía los hombros como prueba de amor. Abandonada a las caricias, ella le dijo algo que a Reyna le costó trabajo repetir: Cuando estás caliente, ¡bien cariñoso que te pones!, pero luego, ¿qué tal? ¡Mira cómo tengo los brazos de lastimados!

El galán, para hacerse perdonar sus arranques de violencia, le besó cada una de las cicatrices y ella, doblemente enardecida, le pidió a gritos algo que Reyna no me dijo ni dirá jamás. Dispuesto a complacerla, él se abrió el pantalón, sin embargo, no pudo realizar su desahogo porque en ese momento apareció el muchacho que todas las tardes pasea con su abuelita.

En cuanto se despejó la calle, los amantes empezaron a frotarse uno contra otro y a jadear. Para no oírlos, Reyna subió el volumen a la radio en el preciso momento en que daba comienzo un danzón. La mujer acarició la melena ondulada de su compañero y le dijo que se moría por bailar. La banqueta se convirtió en una especie de salón de baile donde los tórtolos, ignorantes del mundo, se desplazaban al ritmo de Rigoletito.

III

Reyna vio el reloj sobre la estufa y comprobó que aún faltaban veinte minutos para que terminara el programa. En ese tiempo podían transmitirse, por lo menos, otros cuatro ritmos candentes que de seguro enardecerían más a los enamorados. Si apagaba el radio, para librarse de una nueva escenita, se exponía a escuchar con mayor nitidez el diálogo erótico de los fogosos amantes.

Reyna pensó en una segunda alternativa: huir de la cocina y refugiarse en su cuarto hasta que pasara la tormenta de besos. ¿Y las galletas? Debían estar listas para la noche porque los niños iban a regresar en la mañana temprano, con ilusión de comer las delicias preparadas por Reyna. La programación se interrumpió para dar paso a los comerciales. La pareja callejera aprovechó el breve paréntesis para abrazarse e intercambiar promesas –bien fuertes, aclaró Reyna.

Concluidos los mensajes publicitarios, el locutor anunció una quebradita ¡para bailarla como se debe! Reyna sintió pánico sólo de imaginarse testigo de lo que podía suceder. Para evitar el riesgo tuvo una ocurrencia: cambió a la estación de música clásica y al oír los compases –estremecedores y bellos– de la Tocata, de Bach, subió el volumen al máximo.

No tardó ni cinco segundos en escuchar la protesta del galán jarioso: “¡Puta madre! Mejor vámonos: aquí ya están tocando pinche música de iglesia.“Reyna los vio alejarse, abrazados, y quedó sorprendida de los poderes del señor Bach –como llama al compositor, admirada y devota. Sin entender bien a bien el motivo, empezó a reír a carcajadas hasta que se le salieron las lágrimas.

Coda

Así la encontré. Lo demás ya lo dije. Reyna pasó el resto del domingo risueña, haciendo galletas y muy agradecida con Bach.