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Memorias insurrectas
L

a fotografía resume toda la intencionalidad histórica del nuevo gobierno. Tomada ligeramente a contrapicada, muestra 10 hileras de familiares de los 43 estudiantes normalistas desaparecidos en Iguala en 2014. Las familias parecen descender, como cascada, sobre una escalinata en Palacio Nacional. Sostienen mantas con los rostros de sus hijos. Al centro de ellos, en primera fila, como si toda la foto recayera en él, se encuentra el presidente Andrés Manuel López Obrador.

La mitad superior de la imagen muestra un retazo del mural Epopeya del pueblo mexicano, de Diego Rivera: Marx, obreros, campesinos, zapatistas de 1910. La panorámica crea el efecto de culminación de los procesos de transformación del país en la lucha de Ayotzinapa y a López Obrador como el depositario de esta confianza histórica.

Esta foto muestra una obsesión mayor del obradorismo: crear un escalón nuevo en la historia: la 4T, que agrupe todo el pasado de México. Lo hace con una serie de gestos para estimular la memoria histórica: durante su acto de clausura y el mitin en el que ganaba las elecciones, López Obrador trazó una genealogía que venía del 68 hasta el 88. Luego abrió al público la casa del poder: Los Pinos. Recibió de algunos grupos de pueblos indígenas un bastón de mando, mediante un simulacro de reconocimiento para incorporarlos a la nación que los excluye. Además, integrantes del Estado han ofrecido disculpas públicas por violaciones a derechos humanos durante la guerra sucia, y el Presidente mismo inauguró los actos oficiales del centenario del asesinato de Emiliano Zapata.

Sin embargo, esta memoria histórica-oficial, que al principio parecía inquebrantable, comienza a tener grietas, abiertas precisamente por el zapatismo social. El mitin social del 10 de abril, el cual descarriló la intentona obradorista por apropiarse de la figura de Zapata y que impidió al Presidente llegar a Chinameca, el subcomandante Moisés, calificó así a las intenciones historicistas de la 4T: sinvergüenzas que acomodan la historia al contentillo del tirano y lo presentan como la culminación de los tiempos. Antes, el Congreso Nacional Indígena puso de cabeza la concepción de las etapas de la historia de México: “Así, en cada ‘transformación’ se acrecentaron y recrudecieron la explotación, el despojo, la discriminación y el desprecio contra nuestros pueblos”.

En esta disputa, Samir Flores, activista morelense asesinado, heredero del zapatismo social, dijo sobre AMLO cuando éste impuso una consulta para la operación de una termoeléctrica en tierras campesinas y comunales: me recuerda a lo que Madero le hizo a Zapata, pero se va a topar con la resistencia de los pueblos.

En el libro Violencia, imagen y literatura, recién editado por la Universidad Iberoamericana, el filósofo Ángel Álvarez escribe un ensayo sobre las políticas de la memoria a partir del movimiento estudiantil del 68 y del sismo del 85. El filósofo dilucida lo que son las políticas de la memoria y sus operaciones para borrar la complejidad del pasado en aras de una reconciliación después de épocas transitorias. Así, problematiza la memoria histórica hegemónica, traza los alcances de la memoria subalterna o contra-historia, y dibuja lo que es memoria sintomática. Frente a la operación de incorporación que tiene la memoria histórica, la cual cancela la crítica, ofrece una lectura de algo llamado posmemoria y su dimensión estético-política: recupera el conflicto social sin reducirlo a su variante traumática, en una especie de conexión generacional.

En tiempos de la 4T, la disputa por la memoria es amplia y ha requerido gestionar y producir acomodos sobre los responsables de los agravios. A las disputas con la derecha criolla por desaparecer los crímenes de Estado duran-te la guerra sucia, de arrebatarle justiciaa los alzamientos guerrilleros de enton-ces, se añade el dolor de miles de fami-lias que buscan verdad y justicia desde la guerra emprendida por Felipe Calderón en 2006. De alguna manera, AMLO ganó por este descontento. Pero si la guerra sigue abierta a cuestas, y se superpone de tragedias nuevas cada día, una operación de posmemoria, memoria crítica, abierta, tendrá que generar una ruptura del círculo en el que la tormenta de la violencia de la historia (Walter Benjamin), no deja de acontecer.

Hoy, sólo es posible un cambio de régimen fuera de las anteriores simulaciones transformadoras al asumir la responsabilidad (ya no histórica, sino ética, política y económica) de dar un golpe de timón para crear un mecanismo de justicia colectiva, capaz de investigar con herramientas reales, de escuchar testimonios de la violencia por todo el país, para luego analizar patrones de repetición de violencia.

Aunque hay que advertir: las memo-rias que llamaría insurrectas no se can-celan por la creación de comisiones o por decreto, las luchas callejeras en lasconmemoraciones de Ayotzinapa y Tla-telolco son síntomas también, y las actividades artístico-políticas que el Congreso Nacional Indígena prepara para este 12 de octubre a lo largo y ancho del país muestran que, aun con siglos de por medio, los agravios se recuerdan precisamente porque la estructura de poder que los originó persiste.

Así, estas insurrecciones de memoria permanecerán constante aunque sea sólo en gestos. Volvemos a la fotografía que López Obrador se hizo tomar con los familiares de Ayotzinapa: si bien los integrantes de las ONG sonríen, la mirada de las madres sale de la foto, escapan a la captura fotográfica. Y las mantas del fondo, aunque dentro del cuadro y al-canzadas por la operación de la toma, alcanzan a escapar porque los familiares cubren su rostro con el de sus hijos ausentes: así, actualiza la potencia de su búsqueda ya no en el mural de la Historia, sino en el reclamo al presente desde su propio cuerpo doliente y digno.

*Cronista