ás de 30 padres de familia han forjado su vida sembrando maíz, frijol y calabaza en las faldas de los cerros. Sus parcelas no rebasan las dos hectáreas y pocos siembran en tierras de riego. Varios de ellos utilizan el espeque por lo agreste del terreno. En los pasados cinco años han tenido que sortear su vida trabajando medio tiempo en su labor, para concentrarse en la búsqueda de sus 43 hijos.
Las familias que viven en la Costa-Montaña perdieron sus huertas de café, no sólo por la roya, sino porque no hubo quien fumigara y cortara el cafeto. Dejaron de producir la jamaica, y en los terrenos fértiles del valle de Tixtla, varios padres y madres ya no tuvieron ánimo para sembrar las flores de crisantemo y cempasúchil.
En la temporada de secas cosechaban de 300 a 800 kilos. Cuando bien les iba alimentaban a la familia durante todo el año. Por eso varios de ellos se iban a las ciudades para contratarse como peones o albañiles. Algunos lograron cruzar la frontera para trabajar en el corte de la uva.
Las madres de familia son de doble jornada, por la mañana llevan a sus hijos a la escuela y al mediodía van a la parcela para apoyar en las actividades más pesadas de la siembra, la limpia y la pizca. Varias de ellas son madres solteras, por lo mismo, sus trabajos son extenuantes porque tienen que ingeniárselas para realizar actividades que les generen un ingreso; venden comida, antojitos de la región, pescado, y últimamente se han especializado en el bordado de servilletas para medio sostener a la familia. Regularmente abuelos y abuelas las apoyan para que puedan incorporarse a las intensas jornadas de lucha, para exigir la presentación de sus hijos.
Las familias que pertenecen a comunidades indígenas tienen que cumplir con los trabajos comunitarios y las cooperaciones para la fiesta, de lo contrario, están en riesgo la posesión de sus solares y terrenos. Varios de ellos fueron elegidos para ocupar cargos dentro de la comisaría o del comisariado. También han sido nombrados como mayordomos para organizar la fiesta de los santos. Son tareas muy onerosas que han colocado en una situación sumamente crítica a las madres y padres, quienes han tenido que cargar con esta responsabilidad.
A pesar de contar con una complexión vigorosa, en estos cinco años ha mermado su salud. Varios han estado al borde de la muerte, adelantándose en este peregrinar doña Minerva Bello. A pesar de las enfermedades crónico degenerativas, su fortaleza de espíritu los ha mantenido en pie. Sin reposo alguno, con gran lucidez, para nunca perder un segundo en la búsqueda de su hijo amado.
Sus casas son de adobe, algunas con piso de tierra. La mayoría cuenta con dos habitaciones. Algunas madres cocinan con leña. Se han dado situaciones lamentables dentro de la familia, porque los hijos han dejado la escuela, ante la imposibilidad de sufragar los gastos.
Su lucha es heroica y muy digna porque ningún padre y ninguna madre se ha sentado con las autoridades para pedir dinero. Nos hemos dado cuenta de la situación sumamente precaria que enfrentan, a pesar de ello, no se arredran ni desfallecen. El desgaste y la preocupación por su sobrevivencia, en nada se compara con la pérdida de su hijo. No cabe en su horizonte existencial la forja de un patrimonio para la familia. Toda su fuerza se concentra en el presente, en el minuto a minuto, para estar en vela permanente por sus hijos, esperando escuchar sus pasos o sus voces.
Han sido forjadores de una ética comunitaria, donde no cabe en primer término el yo, sino el nosotros; el uno o el dos, sino los 43. Donde no se busca ningún beneficio personal, sino que se lucha por la justicia para todos y todas. Han dejado todo para labrar con su dolor y sufrimiento una nueva manera de estar en el mundo; viviendo con sencillez, tejiendo relaciones de igualdad, abrazando las luchas contra el oprobio y la ignominia. A pesar de que la mayoría de ellas y ellos no lograron acceder a una educación media ni superior, tienen una vasta cultura, una memoria prolífica y una capacidad para contar historias luminosas que nos convocan para asumir su causa.
La irrupción de las madres y padres, que dejaron parcelas y hogares en las comunidades pobres de Guerrero, Oaxaca y Tlaxcala, de nueva cuenta nos han mostrado el rostro olvidado de México. Desde el sur nace la esperanza. Han tenido la fuerza y el valor para encarar a un poder impune, para desafiar a un aparato burocrático coludido con el crimen organizado. Su lenguaje sencillo es punzante y muy certero, al grado que se ha transformado en una filosofía de la liberación. Su entrega total nos ha interpelado a quienes vivimos instalados en la indiferencia y el egoísmo. Son un ejemplo de tenacidad, de intrepidez, valentía e integridad en la lucha.
Los 43 estudiantes desaparecidos forman parte de la juventud pobre de México que con su rebeldía ha conquistado palmo a palmo un lugar en la sociedad. No en vano la normal de Ayotzinapa es la cuna de la resistencia. Es el terreno fértil de las ideas donde florece la libre expresión y el libre pensamiento. Son el emblema de un movimiento histórico, de un pueblo que no está dispuesto a vivir de rodillas y en silencio ante el poder caciquil, que usa la metralla como la forma más funesta para aplicar la ley.
Las madres y padres de familia son los pequeños productores y productoras que siembran su maíz para sobrevivir; son las mujeres y hombres que viven en comunidades marginadas y que no tienen un trabajo renumerado. Toda su energía la invierten para labrar el campo y realizar las labores domésticas. Con su gran esfuerzo lograron que uno de sus hijos ingresara a la normal de Ayotzinapa. Nunca imaginaron que al mes de haber ingresado, los desaparecerían.
Sin pretenderlo ni planearlo, las madres y padres de los 43 normalistas son ahora sembradores de esperanza. Desde el campo han forjado una nueva cultura centrada en la dignidad de las personas y los derechos humanos. Han adquirido una gran autoridad moral, al grado que sus diálogos con el presidente López Obrador se han centrado en lo que más duele a México: en alcanzar la verdad y la justicia para los desaparecidos.