l viernes 16 de agosto se realizaron fuertes manifestaciones en distintas ciudades alrededor del país bajo una misma consigna: No me cuidan, me violan
. La violación a una adolescente por parte de cuatro policías en Azcapotzalco, Ciudad de México, ha sido el detonante del conjunto de marchas cuya voz no sólo exige esclarecimiento del caso en concreto, sino que reivindica poner alto a un sinfín de agresiones y violencia que las mujeres han sufrido históricamente en el país.
Estas manifestaciones son parte de la lucha feminista, que visibiliza las múltiples formas de opresión y violencia que vive la mujer en su cotidianidad, tanto en el ámbito privado como en el público, y refleja la urgencia de cuestionarnos las formas como las estructuras políticas y la sociedad ejercen una violencia machista de manera sistemática.
La opinión pública, no obstante, mayoritariamente se ha volcado a la desaprobación de las formas de manifestarse en el espacio público, lamentando las afectaciones a monumentos, fachadas de edificios y el daño ocasionado a unidades de transporte público y vigilancia. Denostar al movimiento por sus formas de manifestación es perder de vista el énfasis urgente que debe hacerse en la demanda de respuestas institucionales y sociales para frenar la violencia y desigualdad que sufren las mujeres. ¿Por qué nos afectan más las pintas que las miles de mujeres muertas por razones de odio en la presente década? ¿No es esto una manifestación propia, justamente, de una cultura androcéntrica?
La situación que yace bajo los motivos de la protesta es alarmante: según cifras oficiales, entre enero y julio del presente año se han registrado 540 feminicidios en el país; julio ha sido el mes más violento del año, con un incremento de 5 por ciento de este delito con respecto a junio. En relación con el año anterior, los feminicidios han aumentado aproximadamente 15 por ciento. Además, en el presente año se han registrado un total de 5 mil 266 denuncias de delitos sexuales contra la mujer, de los cuales mil 841 son por abuso sexual; en 2017, el 911 recibía diariamente en promedio 10.4 llamadas por violación y 9.7 llamadas por abuso sexual.
La principal causal del recrudecimiento de la violencia contra las mujeres es el alto índice de impunidad: 99.3 por ciento de los delitos quedan sin sanción. Otros datos dan cuenta de que 49.3 por ciento de las mujeres ha sufrido algún tipo de violencia en la pareja, 66.8 por ciento de las agresiones ocurridas en la calle son de tipo sexual, siete de cada 10 niñas y adolescentes fueron víctimas de agresión en sus hogares y, en el ámbito laboral, 72.4 por ciento de las horas de trabajo de las mujeres mexicanas no es remunerado.
El hecho concreto que dio inicio a esta ola de indignación feminista tiene un tinte aún más delicado, pues se señala como responsable a una corporación policial que por mandato de ley debería proteger a las mujeres. Ello nos hace recordar que cinco de los 10 casos en los que México ha sido condenado ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos son de violencia hacia las mujeres: el caso Campo Algodonero –feminicidios e impunidad–, los de las indígenas Valentina Rosendo e Inés Fernández –tortura y violación sexual por parte de militares–, el caso de la familia Alvarado –dos mujeres desaparecidas– y las 11 mujeres de Atenco –tortura sexual por parte de policías– nos interpelan sobre la violencia que viven las mujeres en las manos de las propias instituciones públicas del Estado.
Desde hace varios años, un conjunto de mujeres valientes creó la campaña Rompiendo el silencio: Todas Juntas contra la Tortura Sexual
, iniciativa que ha permitido visibilizar que se trata de un problema estructural. Los propios datos del Inegi-Enpol son alarmantes: 12.7 por ciento de las mujeres detenidas han asegurado haber sido víctimas de violación sexual durante el periodo que va de la detención policial a la llegada a sede ministerial. El World Justice Project encontró, por su parte, que ocho de cada 10 mujeres detenidas fueron torturadas.
Así, queda en claro que la violencia no emerge de manera espontánea, sino que está sustentada por prácticas arraigadas en la cultura y en las instituciones que normalizan la superioridad de un género sobre otro. Y es que detrás de toda esta vulneración hay una sociedad que se preocupa por borrar las pintas de las calles, sin darse cuenta de que son las mujeres las que han estado siempre borradas de las calles, de las plazas, de la misma historia; y detrás de esta vulneración, hay un poder político que poco ha sabido responder ante la creciente violencia y ha quedado en deuda.
Las paredes podrán volverse a pintar, pero una vida arrebatada nunca podrá regresar. Toca como sociedad atreverse a acompañar la causa de un movimiento silenciado a través de la historia, dejarse interpelar por su voz militante y comprender que no se exige otra cosa sino la dignidad misma como derecho fundamental. Las recientes marchas son un reflejo de la condición de urgencia de trabajar para construir la equidad dentro de las familias, las instituciones y la sociedad. Despreciar al movimiento por sus formas es vendarse los ojos mientras matan, violan, torturan y agreden a nuestras hermanas; escuchar y sumar nuestra voz es comenzar a responsabilizarnos por la dignidad que nos toca exigir y sobre todo construir.