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Sviyazhsk Hombres y máquinas
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Periódico La Jornada
Domingo 18 de agosto de 2019, p. a16

Las deplorables condiciones laborales de los obreros en el albor del siglo XX son narradas por Larisa Reisner, quien murió a los 30 años de edad; dejó un legado literario y militante de la Revolución. Hombres y máquinas, obra de la autora polaca, reúne dos textos alusivos al acontecer acelerado de su época. Con autorización del Fondo de Cultura Económica, La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento de este libro publicado en la Colección Popular del FCE

Hay un límite pasado en el cual el hombre rompe la última amarra que le ataba a la superficie de la tierra: el sentimiento innato de la verticalidad.

En la galería número 48 los mineros tienen que echarse vientre a tierra, apoyarse con las rodillas y las manos contra los puntales, cuya interminable procesión se pierde en la nada sombría. ¿Dónde está el blanco manchón deluz, dónde la salida, dónde la superficie? Se siente uno ahogado por una nube de polvo, de escombros y de vaho caliginoso. De vez en cuando se oye el estrépito que producen las piedras de carbón derrumbándose sobre las vagonetas. Imposible levantar la cabeza aquí: el entibado de la galería nos toca en los hombros; entre el pecho y la veta bruñida de carbón que rezuma agua y a cada paso se desmorona, apenas hay sitio para la lámpara que pende de la pelliza. La tierra, perseguida por el hombre, huye hacia lo alto, huye a derecha e izquierda, pero a la postre, alcanzada, prisionera, se rinde al pico del minero, que se ceba en ella como el gavilán en las tripas del caballo muerto.

Michael Matwejewich se llama el regente de esta mina. (Su rostro tiene una expresión dura, aunque cubierta de suave vello; este hombre posee la notable virtud de trabajar con los tártarosy entenderse bien con ellos.) Michael Matwejewich cuelga la lámpara de una viga, al lado de las otras, que penden allí como murciélagos luminosos de una negra zarpa. Unos hombres charlan, discuten; otros fuman y guardan silencio. Pero no es posible saber quién es el que habla, discute o fuma. No se distingue ninguna cara. Sólo los ojos y los labios rojos y húmedos brillan en la tiniebla, y los manchones de las frentes, estrechas como la franja de luz de la aurora. Mas he aquí una figura conocida: la del picador Vassili Michailowich Kotelnikow.

La conversación es rápida, malhumorada. Por lo visto, los trabajos no marchan como debieran.

Estos equipos trabajaban antes en la cómoda mina Lenin y no acaban de adaptarse a las angostas y difíciles galerías de la Trotsky. El rendimiento que habían logrado alcanzar descendió de pronto a una cantidad ridícula. Sería fácil explicar el fracaso por causas de orden puramente material. Basta permanecer un cuarto de hora bajo este aire caliginoso para comprender, sin necesidad de grandes explicaciones, lo infi nitamente difícil, por no decir imposible, que tiene que ser rendir aquí la cantidad normal de trabajo, y no digamos alcanzar un nivel de superproducción. Pero si los obreros sienten que la razón del fracaso no está sólo en circunstancias de orden exterior, sino también en su incapacidad para adaptar la respiración, los latidos y los movimientos de sus brazos a las nuevas condiciones en que han de trabajar, que también a ellos les cabe una parte de ‘‘culpa”, no despegarán los labios para quejarse ni para acusar. Es la moral del minero. Mañana el cuerpo humano afrontará dignamente la magnitud insoportable del trabajo; se someterá como jugando a las nuevas exigencias, y hasta que no lo haya conseguido el minero no reclamará jornales más humanos.

El segundo minero se aparta de la pared. Tiene la mitad de la cara negra y la mitad blanca, como si esta mitad acabara de desprenderse en este mismo instante de la roca primitiva donde se talló. En la boca le relumbra el fuego de un cigarro –¿o es un carbón ardiente?–. La llamita de la lámpara tiembla como martirizada detrás del vidrio. La presión del gas, fácilmente perceptible, le produce ese desasosiego. Los fumadores apagan por precaución sus cigarros.

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▲ Larisa Reisner (Polonia, 1895-Moscú, 1926). Imagen tomada de Internet.

De pronto, el picador, doblado bajo el techo bajísimo como una navaja cerrada, se incorpora como puede, empuña el hacha con una mano que parece pender de un brazo inverosímilmente largo y la clava en una viga baja de la techumbre. Las lámparas despiertan de su sobresaltado sueño y comienzan a humear, despabiladas.

–Luché como voluntario en el frente desde el año 18. Al volver a mi casa al año siguiente, me metieron preso por una denuncia. En vista de esto, dejé el Partido… ¡Así los lleve el diablo!…

El hombre no puede olvidar fácilmente que pasó por la humillación de tener que cargar patatas entre los ‘‘elementos indeseables” y vigilado como sospechoso por un jovenzuelo. Seguimos andando y todavía oímos a lo lejos los zumbidos coléricos del antiguo voluntario. La galería de la mina, vista de lejos, parece una jaula en que un hombre enterrado vivo ande buscando en vano la salida con un martillo en la mano.

Y aquí termina la galería número 25. Humedad y tiniebla. En este tramo trabaja un hombre asombroso, el camarada Derewnin. Es todavía joven –no tendrá más de treinta y cuatro años– y los dientes blancos y astutos le relucen con cierta impertinencia en la máscara de carbón.

Es un fanático, un voluntario entusiasta de este averno. Un habitante enamorado de las sombras, que no necesita la luz del día ni el aire, a quien el follaje verde que viste la tierra de sombra, de humedad y de suaves rumores le inspira desprecio. Él no cambiaría por el sol más resplandeciente este profundo silencio, esta tiniebla densa de la mina que ahoga implacablemente el resplandor de la lámpara del minero.

La Revolución sacó a Derewnin a la luz del día. Rojos y blancos se disputaron el derecho de poner un fusil en las manos de este hombre. El minero luchaba tan pronto al lado de unos como de otros; los dos contendientes le eran perfectamente ajenos, superfluos, ininteligibles.

En el convoy, patrullando, en el lazareto, en el curso de cultura política, explicado unas veces por un comunista, otras por un intelectual ladino de la agencia de espionaje de los blancos, el minerono dejaba un momento de cavilar sobre las causas de los sufrimientos humanos. Y siempre para concluir que lo mejor sería que toda esta humanidad atormentada y estéril estuviese amorosamente envuelta en la tiniebla silenciosa de su averno. Los vientos de la tierra son agitados; es mucho más hermoso el aire profundo, húmedo, que se respira en las galerías subterráneas. ¡Cuán aquietantes los espesos muros de la mina, en comparación con el vacío desolado del espacio abierto, cuán llena de paz la angostura de las calles y las callejuelas hundidas bajo el suelo, comparadas con los campos perfectamente inútiles, con sus tormentas, sus balas y sus peligros! Arriba el invierno, míseros capotes de soldado, fusiles de acero que queman como brasas en las heladas manos. Aquí abajo el perenne calor terrenal; el aire aquí es tibio, seco como en los días más radiantes del verano, aun cuando sobre la luz de la tierra azotan los fríos más crueles de enero. Y bajo tierra la cosecha no tiene fin: día tras día trabaja el minero, todo el santo año, cubierto de sudor, con el torso desnudo, sobre los negros campos de hulla (...)