Domingo 11 de agosto de 2019, p. a12
Un largo periplo ¡de nada más y nada menos que 80 días! por lugares lejanos y exóticos; toda una experiencia de viajar en medios de transporte de la época es el eje de La vuelta al mundo en ochenta días, un clásico del escritor francés Jules Verne, con traducción de Mauro Armiño e ilustraciones de Alphonse de Neuville e Hyppolite-Léon Bentt. La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento del libro La vuelta al mundo en ochenta días, de Jules Verne © 2019, Austral. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
Phileas Fogg abandonó su casa de Saville-row a las once y media, y después de haber puesto quinientas setenta y cinco veces el pie derecho delante del pie izquierdo, y otras quinientas setenta y seis el pie izquierdo delante del pie derecho, llegó al Reform-Club, vasto edificio levantado en Pall Mali, cuyo coste se calcula en una cantidad superior a tres millones de libras esterlinas.
Phileas Fogg pasó inmediatamente al comedor, cuyas nueve ventanas se abrían sobre un bello jardín con árboles dorados por el otoño. Tomó asiento en su mesa de costumbre, preparada de antemano para él. Su almuerzo se componía de un entremés, un pescado hervido sazonado con una salsa exquisita, un roastbeef escarlata relleno de tallos de ruibarbo y grosellas verdes, y un pedazo de pastel, todo ello rociado con unas tazas de excelente té cosechado especialmente para el consumo del Reform-Club.
A las doce cuarenta y siete, Phileas Fogg se levantó para dirigirse al salón, pieza suntuosa, adornada con pinturas de lujosos marcos. Un criado le entregó el Times, sin cortar, y Fogg se dedicó a desplegarlo con una seguridad que indicaba una larga práctica en esta difícil operación. La lectura de este periódico le ocupó hasta las tres cuarenta y cinco, y la de Standard –que cogió inmediatamente – duró hasta la cena, que se verificó en las mismas condiciones del almuerzo, con la novedad de una royal british sauce.
A las seis menos veinte, el caballero reapareció en el gran salón y se dedicó a la lectura del Morning Chronicle.
Media hora más tarde, varios miembros del club hicieron su entrada y se aproximaron a la chimenea, donde ardía un hornillo de coque. Eran los contertulios habituales de Phileas Fogg, tan empedernidos jugadores de whist como él: el ingeniero Andrew Stuart; los banqueros John Sullivan y Samuel Fallentin; el fabricante de cerveza Thomas Flanagan, y Gauthier Ralph, uno de los administradores del Banco de Inglaterra; personajes ricos y considerados, incluso en este club, que cuenta entre sus miembros a las mayores notabilidades de la industria y las finanzas.
–Dígame, Ralph –preguntó Thomas Flanagan–, ¿qué se sabe del asunto del robo?
–¿Qué se sabe? –respondió Andrew Stuart–. Pues que el Banco perderá el dinero.
–Al contrario –dijo Gauthier Ralph–; yo creo que lograremos echar mano al autor del robo. Los más hábiles inspectores de policía han sido enviados a los principales puertos de embarque y desembarque de América y Europa, y le será muy difícil poder escapar a ese caballero.
–Pero ¿se conocen los datos personales del ladrón? –preguntó Andrew Stuart.
–Ante todo, no se trata de un ladrón –respondió seriamente Gauthier Ralph.
–¡Cómo! ¿No es un ladrón el individuo que sustrae cincuenta y cinco mil libras en billetes de Banco?
–No –respondió Gauthier Ralph.
–¿Se trata, pues, de un industrial? –dijo John Sullivan.
–El Morning Chronicle asegura que es un gentleman. El autor de esta respuesta no era otro que Phileas Fogg, cuya cabeza emergió en aquel momento del mar de papel amontonado a su alrededor. Al mismo tiempo, Phileas Fogg saludó a sus compañeros, que correspondieron a su cortesía.
El suceso que comentaban, y que los diversos diarios del Reino Unido discutían con calor, había ocurrido tres días antes del 29 de septiembre. Un fajo de billetes de Banco, que ascendía a la enorme suma de cincuenta y cinco mil libras esterlinas, había sido sustraído de la mesa del cajero principal del Banco de Inglaterra.
A quienes se extrañaban de que semejante robo hubiera podido perpetrarse con tanta facilidad, el subgobernador, Gauthier Ralp, se limitó a responderles que en aquel mismo momento el cajero estaba ocupado en registrar una entrada de tres chelines y seis peniques y que no se puede atender a todo.
Pero conviene destacar aquí –y esto puede explicar mejor el sucedido– que el Banco de Inglaterra parece desvivirse por respetar la dignidad del público. Nada de guardias, rejas, ni ordenanzas. El oro, la plata, los billetes están expuestos libremente, y por decirlo así, a disposición del primero que llega. En efecto, sería indigno sospechar de la honorabilidad de un transeúnte cualquiera. Tanto es así que uno de los más notables observadores de las costumbres inglesas refiere el suceso siguiente: en una de las salas del Banco, donde se encontraba cierto día, tuvo ocasión de ver un lingote de oro de siete u ocho libras de peso, que se hallaba sobre la mesa del cajero. Lo cogió, lo examinó, se lo pasó a un vecino, éste a otro, y así, de mano en mano, el lingote fue hasta el final de un oscuro pasillo, tardando media hora en volver a su lugar primitivo, sin que, mientras tanto, el cajero levantara la cabeza.
Pero el 29 de septiembre las cosas no sucedieron así. El fajo de billetes no volvió, y cuando el magnífico reloj situado encima de la drawing-office dio las cinco, hora de cierre de las oficinas, al Banco de Inglaterra no le quedó más remedio que hacer un asiento de cincuenta y cinco mil libras esterlinas en la cuenta de pérdidas y ganancias.
Advertido el robo, y comprobado su importe, una nube de agentes de policía, escogidos entre los más hábiles, fue enviada a los principales puertos: a Liverpool, a Glasgow, al Havre, a Suez, a Brindisi, a Nueva York, etcétera, con la promesa, en caso de éxito, de una prima de dos mil libras y el cinco por ciento de la suma recobrada. La misión de estos inspectores se reducía por el momento a observar escrupulosamente a todos los viajeros que llegaban o que partían, hasta conseguir informes más precisos suministrados por las indagaciones que habían comenzado a poco de conocerse el suceso.
Y precisamente, según el Morning Chronicle, había motivos para suponer que el autor del robo no formaba parte de ninguna de las bandas de ladrones de Inglaterra. A lo largo del día 29 de septiembre se había visto a un caballero bien trajeado, de maneras agradables y aire distinguido, yendo y viniendo por la sala de pagos, escenario del robo. Las pesquisas habían permitido reunir con bastante exactitud la filiación de este caballero, filiación que fue enviada rápidamente a todos los detectives del Reino Unido y del continente. Algunas buenas almas –entre ellas Gauthier Ralph– creían que había razones para esperar que el ladrón no escapase.
Como puede suponerse, el suceso estaba a la orden del día en Londres y en toda Inglaterra. Se discutía, y la gente se apasionaba en pro y en contra de las posibilidades de éxito de la policía metropolitana. No es, pues, extraño que los miembros del Reform-Club discutiesen la misma cuestión, con tanto más motivo cuanto que se hallaba entre ellos uno de los subgobernadores del Banco (...)