Opinión
Ver día anteriorSábado 10 de agosto de 2019Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mucho ruido y, ¿pocas nueces?
H

ace unos días se generó en Starosel una noticia que las agencias internacionales y numerosos medios hicieron circular por doquier.

Una vez leída y asimilada (más o menos) la noticia, mi primera tarea fue averiguar dónde queda el sitio. ¡Santa Wikipedia, Virgen y Mártir, acude en mi auxilio! Staro-sel es un pueblo búlgaro minúsculo de la provincia de Plovdiv, que a la fecha cuenta con apenas un poco más de mil habitantes.

Algunos interesantes vestigios arqueológicos y la presencia de salutíferas aguas termales están entre los pocos datos duros que se mencionan sobre Starosel.

La noticia en cuestión tiene, sin duda, su lado interesante, su lado misterioso, su lado asombroso y, cómo no, su lado divertido.

Sucintamente, se trata de que la cantante búlgara Smilyana Zaharieva acaba de ser reconocida por los Récords Guinness como la mezzosoprano poseedora de la voz más potente jamás registrada. ¿Qué tan potente?

Cito un fragmento de la noticia: ‘‘la voz de Smilyana Zaharieva, con 113.8 de-cibelios, es comparable a la potencia de un concierto de rock, de una orquesta sinfónica o de una sirena de ambulancia.”

Las comparaciones no son malas, pero acá podríamos añadir algunas más. La portentosa voz de Smilyana Zaharieva hace casi tanto ruido como las bocinas del microbús que tomo para llegar al Metro; y como el volumen al que, desde las seis de la mañana, ponen el reguetón en el sistema de sonido del gimnasio al que asisto a quemar calorías y tejido adiposo; y como el nivel de escándalo que genera la gran mayoría de nuestros trepanados locutores de futbol; y como lo que sale de las bocinas de un número creciente de negocios y changarros del país que se promocionan a través de su inmisericorde ruido, comenzando por las farmacias de la impresentable botarga del Dr. Simi; y como la ‘‘música ambiental” que engalana nuestros más selectos centros comerciales; y como la inframúsica que tenemos que padecer en la mayoría de los comederos nacionales, desde la más humilde fonda hasta el más fifí restaurante de Santa Fe. (Por favor, estimado y aturdido lector, complete usted la lista a placer, que mucho le falta).

Volviendo a nuestro personaje, la maestra Zaharieva afirma que cuando canta, el público se estremece o llora; lo que no aclara es de qué se estremece o por qué llora.

Y ahora resulta que quiere cantar con Madonna. ¿Por qué no? Si se trata de echarle más ruido al ruido… La noticia, que ha generado sonoros ¡ohs! y ¡ahs! por el mundo, mueve de inmediato a preguntarse, una vez más, ¿hasta cuándo la chusma ávida de récords se dará cuenta de que la calidad, el atractivo y el efecto de la música no se miden en decibeles y que, de hecho, simplemente no se miden ni se cuantifican?

Vivir en un mundo que produce, exige y aplaude cada vez más ruido se ha vuelto una auténtica tortura, particularmente en nuestro país, y el hecho de que los Sres. Guinness vitoreen y ensalcen a una cantante que ruge a 113.8 decibelios no ayuda para nada.

Las hazañas de la ahora notoria cantante búlgara fueron circuladas en diversas secciones de espectáculos en medios impresos, electrónicos, virtuales, etcétera, que le dieron un espacio a Smilyana Zaharieva y su resonante caja torácica.

Lástima que no existan las secciones periodísticas de circo, ya que el asunto les hubiera quedado como anillo al dedo. Porque, en mi opinión, en el momento en que los jerarcas de los Récords Guinness honraron a Smilyana Zaharieva con su galardón, el mundo de la música perdió a una potencial buena mezzosoprano, y el mundo del funambulismo ganó a una cirquera que, si se ha creído todo el ruido que se ha generado a su respecto, pasará los siguientes años caminando peligrosamente en las cuerdas flojas… sus cuerdas vocales, y de tanto explotar y promover sus numerosos decibelios para deleite de las masas (con mucho crossover, huelga decir) pronto acabará, sorprendida, cantando en un susurro las famosas palabras de Chava Flores: De aquel chorro de voz sólo me queda un chisguete.

¿Y el silencio, apá, cuándo?