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El circo: los jefes de la orquesta
L

os crímenes de odio –masivos o individuales– se alimentan de unas narrativas que se amplían y expanden a través de las redes sociales o en vínculos directos de extremistas racistas. Pero en el momento actual expresan tres ideas centrales: el supremacismo blanco, una profunda xenofobia y una predisposición a destruir reglas, instituciones y formas de convivencia que son consideradas como propiciadoras del estado de la sociedad que intentan modificar –diría para usar una palabra más precisa, subvertir.

Las narrativas vienen de lejos, dependiendo de cada país, pero arriban a su eclosión cuando convergen con dos rasgos adicionales: una profunda crisis social –expresada en anomías, ruptura de vínculos sociales, polarización, profunda desigualdad– y un amplio descrédito de los mecanismos tradicionales de intermediación política y de manejo de conflictos. El enemigo más encarnizado en estas narrativas son los migrantes.

Su signo más visible es la emergencia de líderes políticos que acceden a puestos ejecutivos a partir de mecanismos democráticos, pero con una retórica profundamente subversiva, anti statu quo y antielista. Notorios, para mencionar a algunos, son Trump, Boris Johnson, Le Pen, Orbán, Duterte, Erdogan, Modi y Putin. Pero estos personajes no son la causa ni siquiera el síntoma de estos dislocamientos sociales. Son, a decir verdad, el síndrome, es decir –en una definición mínima–, el conjunto de fenómenos que concurren unos con otros y que caracterizan una determinada situación.

Veamos el horrendo crimen de El Paso. Se dice que existe un manifiesto, que podría estar vinculado con el asesino, en el cual describía un ataque inminente y criticaba a los migrantes: Si podemos deshacernos de suficientes, entonces nuestra forma de vida puede ser más sustentable.

Desde luego la retórica racista de Trump ha estado generando el ambiente propicio para que ocurran este tipo de ataques masivos. Pero en Estados Unidos hay dos circunstancias propiciatorias bien conocidas: la enorme facilidad para adquirir todo tipo de armas, incluso las de alto poder, como las usadas en El Paso, Texas, o Dayton, Ohio, que además son las que utilizan las bandas criminales en México. La presencia de un consorcio, la Asociación Nacional de Rifle, que cabildea y de hecho financia un alto número de representantes en las legislaturas, incluyendo la federal y los gobiernos estatales, torpedea aún las más sensatas regulaciones en el uso sobre todo de las armas de gran poder.

La segunda tiene relación directa con el triunfo electoral de Trump en 2016. ¿Cómo alguien que pierde el voto popular por varios millones de votos de ciudadanos aun así gana la presidencia de la república? Desde luego, en todo esto entran los arcaísmos del sistema presidencial de Estados Unidos, pero quizás los datos más impactantes tienen que ver con la distribución territorial del voto en favor de Trump.

Un estudio producido por el Centro Niskanen – The density divide, junio de 2018–, un centro de estudios libertario-conservador, encuentra los siguientes datos de carácter territorial ligados a la densidad de la población en la distribución del voto de Trump y de Clinton.

Donald Trump ganó en 80 por ciento de condados de Estados Unidos donde sólo vive 45 por ciento de la población total. Hillary Clinton dominó en las ciudades de más de un millón de personas –de hecho, Trump no triunfó en ninguna de esas urbes–, donde vive 56 por ciento de la población y superó en el voto popular a Trump por 2.9 millones de votantes. Los condados de baja densidad poblacional son étnicamente homogéneos –más de 60 por ciento son blancos. Más aún: son relativamente pobres, porque todos los condados que votaron por Trump aportan sólo 36 por ciento al producto interno bruto de Estados Unidos. Los condados que votaron por Clinton aportan el 64 por ciento restante.

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