uando el general Emiliano Zapata se puso al frente de los indígenas morelenses levantados en armas para acabar con la dictadura de Porfirio Díaz, primero, y para denunciar la traición hacia las clases populares del gobierno de Francisco I. Madero, después, fue siempre explícito el reclamo nodal e irrenunciable de los habitantes originarios –diluidos bajo la genérica denominación de campesinos
para negar la especificidad y la legitimidad histórica a su lucha– la restitución de las tierras que les fueron arrebatadas sucesivamente por conquistadores, encomenderos, hacendados y (aunque entonces todavía no recibían ese nombre) agroindustrias.
El Día Internacional de los Pueblos Indígenas, conmemorado ayer a instancias de la Organización de las Naciones Unidas, es ocasión propicia para recordar que en México, como en casi todo el mundo, existe un retraso, cuando no incluso un retroceso, en el cumplimiento del elemental deber de restituir a las 5 mil etnias culturalmente diferenciadas (otra manera de designar a los pueblos originarios) los territorios de los que se les despojó durante el centenario proceso de conquista, colonización e imposición de dinámicas mercantiles ajenas a su idiosincrasia y a sus formas de organización política y económica.
En el caso de nuestro país ese despojo –que nunca fue subsanado a cabalidad por el proceso de reforma agraria y reparto de tierras– impulsado (con mayor o menor énfasis) por los gobernantes surgidos de la Revolución mexicana, debe contarse entre los factores principales para explicar el estado de marginación en que se encuentran los descendientes de quienes poblaron el territorio nacional antes de la llegada de los españoles hace 500 años.
En efecto, 71.9 por ciento de los 25 millones de mexicanos que se identifican como integrantes de alguno de los 68 pueblos indígenas, se encuentra actualmente en situación de pobreza, y según cálculos conservadores 3 millones de ellos no pueden acceder siquiera a la canasta básica alimentaria. Esta exclusión es a la vez causa y consecuencia de otra forma de pobreza, la educativa, rubro en el que los indígenas padecen un rezago de 3.7 años de escolaridad frente a la población no indígena, así como unos índices de analfabetismo casi cinco veces mayores a los del resto de los mexicanos.
Ante este panorama, cabe llamar al Estado y a la sociedad mexicana a emprender un esfuerzo real y sostenido de reparación de las injusticias acumuladas en contra de las comunidades indígenas, para lo cual se cuenta ya con un marco legal sustentado en tratados internacionales, pero susceptible de robustecerse en la legislación federal. Un primer avance en esa dirección pasa por frenar o replantear en términos armónicos con los derechos indígenas, todos aquellos proyectos extractivos, turísticos o de infraestructura que afecten sus territorios, de manera que no se sumen nuevos agravios a los históricamente perpetrados.