os especialistas de una base de pruebas de misiles balísticos en Nionoksa, en el extremo norte ruso, murieron ayer durante una explosión aparentemente provocada por el mal funcionamiento de un motor-cohete que usaba propergol líquido como propulsante. Se trata del segundo accidente en instalaciones militares rusas esta semana, pues apenas el lunes el incendio de un almacén de municiones en la región de Krasnoyarsk, en Siberia, dejó un muerto, una docena de heridos, obligó a evacuar a más de 16 mil 500 personas e hizo temer que el fuego se propagara a la cercana ciudad de Áchinsk.
Estos incidentes, cuyas causas están por esclarecerse, suponen un recordatorio acerca de una realidad de la que la ciudadanía no suele estar consciente: desde la guerra fría que enfrentó a Estados Unidos y la extinta Unión Soviética, el mundo se convirtió en un gigantesco arsenal que las potencias se han negado a desmantelar. De manera preocupante, dicho arsenal incluye no sólo armas convencionales, sino también una vasta cantidad de material bélico atómico cuyo mal manejo puede desatar catástrofes de dimensiones imprevisibles. De acuerdo con el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (Sipri, por sus siglas en inglés), las 14 mil 465 armas nucleares existentes se encuentran en manos de nueve países: Rusia (6 mil 850), Estados Unidos (6 mil 450), Francia (300), China (280), Reino Unido (215), Pakistán (140-150), India (130-140), Israel (80) y Corea del Norte (10-20).
Que el armamento nuclear y sus vectores son susceptibles de fallar debido a factores humanos o mecánicos se encuentra más allá del terreno de lo hipotético. Por rememorar los más notorios incidentes de este tipo, deben mencionarse los hundimientos de los submarinos estadunidenses de propulsión nuclear USS Thresher y USS Scorpion, en 1962 y 1968; el conocido como incidente de Palomares
de 1966, cuando cuatro bombas termonucleares cayeron en los alrededores de esa localidad española (tres en tierra y una en el mar) después de que un bombardero estratégico B-52, también estadunidense, colisionó con un avión cisterna en misión de reabastecimiento; el accidente de Thule
de 1968, que provocó la caída de varias bombas nucleares en Groenlandia, tras el incendio y choque de otro B-52; y, ya en este siglo, la explosión del submarino nuclear ruso Kursk en el mar de Barents, del cual no se ha despejado la sospecha de que transportase ojivas atómicas en el momento de su hundimiento.
Ante esta reiteración de episodios en los que sólo la suerte libró al mundo de una contaminación radiactiva a gran escala –pues, afortunadamente, en ninguno de ellos estalló el material nuclear que propulsaba a los sumergibles o el contenido en las ojivas–, se revela la insensatez que supone el rompimiento del Tratado de Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio (INF, por sus siglas en inglés) entre Estados Unidos y Rusia. Tal paso hacia la agudización de las tensiones entre las dos mayores potencias atómicas, dado por el gobierno de Donald Trump el pasado viernes, va claramente a contracorriente del sentido común y de cualquier anhelo para hacer de éste un mundo más seguro, no sólo porque representa un banderazo de salida para una nueva carrera armamentística, con el enorme derroche de recursos que ella supone, sino ante todo porque abre el camino a un incremento en los inventarios de un armamento cuya mera existencia es un peligro.
Resulta evidente que las sociedades deben presionar a sus respectivos gobiernos –en particular, a los poseedores de armas atómicas– para que se comprometan con una agenda seria de desnuclearización y reducción significativa de sus arsenales de todo tipo, única manera de minimizar el riesgo de un incidente de consecuencias inmanejables. En el caso de las potencias atómicas, lejos de aferrarse a sus arsenales mortíferos, deberían plantearse su desmantelamiento con carácter urgente, pues las reservas actuales resultan injustificables en términos de defensa y, en cambio, ubican a sus propios ciudadanos bajo una amenaza continua.