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Campo: el ejido de la revolución
L

ázaro Cárdenas lanzó su vasto programa agrario para hacer justicia a los habitantes rurales dándoles acceso a la tierra, pero sobre todo para recuperar el territorio nacional. Imposible construir –o reconstruir– un Estado si no controla sus fronteras. Después de la pérdida de la mitad del territorio nacional en la guerra contra Estados Unidos, la convicción de que no hay Estado sin control de las fronteras ha sido marca de la clase política revolucionaria.

¿Cuáles son esas fronteras? La norte y la sur, desde luego; los tres litorales: del Pacífico, del Golfo y del mar del Caribe, y las tres fronteras internas: el istmo de Tehuantepec, la cuenca del río Balsas y la Ciudad de México.

De suerte que la reforma agraria cardenista estuvo siempre guiada por una estrategia geopolítica que buscaba recuperar los territorios perdidos durante las luchas armadas. Las dos grandes fuerzas sociales, los maestros y las guardias rurales –campesinos armados por el propio gobierno–, garantizaron la ejecución del reparto agrario. Éste obedeció a dos tipos de fuerzas: la presión de los habitantes rurales movilizados reclamando tierras, y el cálculo político de la nueva clase dirigente guiada por el propósito de recuperar el territorio y derrotar a sus dos enemigos principales: la vieja clase terrateniente y la Iglesia católica. En no pocas regiones del país no fue la movilización campesina, sino el cálculo político, el que privó. Como las luchas armadas, el reparto agrario se implantó a distintos ritmos, de diferente manera y en diferentes momentos a lo largo del territorio nacional.

El ejido es la principal innovación institucional de la Revolución Mexicana. Es su producto exclusivo. El ejido como superestructura estaba montado sobre el funcionamiento de una economía campesina, tal como ocurrió con el proceso de cristianización de la Nueva España por parte de los misioneros que implantaban los templos católicos en los lugares de culto a los dioses indígenas

El ejido ha sufrido múltiples transformaciones a lo largo de la historia de México. No ha habido un solo tipo de ejido o de comunidad indígena. Es, seguramente, una de las instituciones más versátiles y adaptable a cambios internos y externos.

Desde los 40 hasta fines de los 60 el sistema ejidal se enfrenta a una doble tensión. En el ámbito político, entre el ejido como aparato de control estatal y como órgano de representación campesina. En el ámbito económico, como reserva de mano de obra barata y de producción de alimentos para autoconsumo; o bien como aparato de producción de alimentos y unidad de multiactividad productiva.

Estas tensiones estructurales se vieron severamente afectadas por dos fenómenos de la mayor importancia a partir de los años 70.

Por un lado, la creciente intervención estatal y la orientación de los subsidios a la agricultura comercial. Por otro, las movilizaciones campesinas y toma de tierras en los 70 que permitió recuperar al ejido como órgano de representación campesina.

El funcionamiento del ejido se apoyaba en mercados negros. Éstos cumplían una función de adaptación de las intervenciones políticas a la lógica que regía la economía y la sociedad campesinas. Esta interacción entre dos racionalidades, contradictorias, influyó en la forma de funcionamiento de ambas y las hizo compatibles. Todo esto se logró con un enorme costo en términos de eficiencia y equidad, tanto por el derroche de recursos por parte del erario como por los bajos niveles de bienestar de los propios ejidatarios.

Viendo hacia adelante hay dos caminos: intentar –una vez más– desposeerlos de sus recursos o reconocer su potencial productivo, su base cultural, y desde esa plataforma impulsar el rescate del campo mexicano y la recuperación del territorio nacional.

En memoria de Jaime Ros, gran economista y amigo.

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