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Zapata, la comuna y su espíritu
C

on la muerte de Emiliano Zapata a la edad de 39 años, el 10 de abril de 1919, concluyó uno de los levantamientos populares más excepcionales del siglo XX. Durante una década, las tropas zapatistas, arraigadas en una multitud de pueblos situados en vastas regiones de las entidades de Morelos, Guerrero, Veracruz, Oaxaca y los linderos de la antigua Ciudad de México, lucharon no únicamente por la tierra y el sustento de sus familias, sino por algo más radical: una vida distinta, más digna, íntegra y soberana. Una vida mejor.

Cuando Zapata aludía en sus proclamas a los pueblos alzados como el gran centro de la rebelión, no tenía en mente esa categoría de pueblo abstracta y vacía, pieza clave de la legitimidad del Estado moderno, sino esa realidad cosmogónica y sentimental, épica y trágica que todo mexicano percibe cuando alguien se refiere a mi pueblo o mi tierra. Es decir, el íntimo mundo de los pequeños poblados donde se comprometían y se ponían en juego la vida entera, los sueños y las pesadillas de la mayor parte de la población de la época. Comala de Juan Rulfo.

Una de las afirmaciones más impensadas y acaso banales que pobló los estudios historiográficos sobre el zapatismo en el siglo XX, fue que su trama expresaba el afán de restaurar una antigua comunidad perdida y devastada por la hacienda, el ferrocarril y las inclemencias de la modernización del porfiriato.

Un absurdo que pretendía situar al zapatismo en el remoto ámbito de la tradición (frente a la hipotética modernidad del maderismo).

En efecto, el zapatismo se inició como un movimiento que reclamaba tierras que las haciendas y la violencia del porfiriato habían arrebatado a las comunidades de los valles y las cañadas del estado de Morelos. Pero el decurso de la Revolución misma, el descubrimiento de su trama y originalidad, lo transformaron en algo muy distinto, algo que ni sus mismos protagonistas habían sospechado: el hallazgo de una nueva e inusitada forma de vida.

Esa forma que cobró plenitud entre 1914 y 1916 y que Felipe Ávila examina con detalle en el capítulo sobre La comuna de Morelos en su Breve historia del zapatismo ( Crítica, 2018). Por primera vez, las comunidades de Morelos, en su mayoría indígenas, descubrían que no sólo podían hacerse de las tierras, sino que eran perfectamente capaces de autogobernar su mundo como tal: la educación, la justicia, la economía, el orden público, las elecciones . ¡Sin injerencia del Estado! Más que un movimiento político, social y militar, el zapatismo creó una nueva forma de apropiarse del mundo, un nuevo poder soberano, si se quiere. Cierto, un poder anclado en la historia de las propias comunidades, pero inconcebible sin los desafíos y las solidaridades inéditas que le planteó el impredecible decurso de la Revolución Mexicana.

Una de sus consignas centrales La tierra es de quien la trabaja que se ha prestado a las peores malversaciones interpretativas, superó la capacidad de cualquiera de los líderes centrales de la Revolución. Se trata, en rigor, como lo explica en el Nomos de la tierra Carl Schmitt –que probablemente ni siquiera sabía de la existencia del zapatismo– del principio más antiguo que funda la posibilidad misma de relacionar el derecho con el valor más primigenio de justicia: el intercambio que hace posible la vida de los seres y la de la tierra misma.

Cierto, Emiliano Zapata quería refutar tanto la idea porfiriana que preservaba tierras ociosas, como la del maderismo, que pretendía convertirla en una mercancía, es decir, la tierra es de quien cuenta con el capital para comprarla. Por su parte, el zapatismo dio en el clavo, al menos para avizorar una salida a la propia Revolución.

En este sentido, es preciso y difícil entender otra de sus consignas centrales: Tierra y libertad, que provenía del arsenal programático del anarquismo. Los liberales del porfiriato nunca entendieron –o no quisieron entender– que el despojo de las tierras de estas comunidades estaba hiriendo la parte sacra de sus vidas. Lo sacro no tiene que ver necesariamente con los dioses de una cultura. Más bien, es aquella frontera que define el límite del sentido, ahí donde una comunidad está dispuesta a arriesgar su vida misma.

Hoy, por ejemplo, lo sacro estaría ligado probablemente a la defensa de la integridad de los hijos, donde cada quien parece dispuesto a defenderla a costa de lo que sea.

En el mundo de Zapata, el equivalente era la tierra y el orbe construido sobre ella. No es casual que simultáneamente haya sido un movimiento guadalupano, la virgen que preserva la sinonimia en-tre la madre y la tierra. Se ha reflexionado poco en que el zapatismo se expresa como un anarco-guadalupanismo, una de esas extrañas y prolíficas fusiones que suceden en nuestra historia. Una fusión que dio pie a la visón moderna y mexicana de la antigua comunitas cristiana, que casualmente no se propone como una alternativa a su polis: Zapata jamás desechó la idea de influir en la política nacional, pero nunca la confundió con participar en esa política.