n 1597 y 1602 Miguel de Cervantes estuvo preso en la cárcel Real de Sevilla por no rendir cuentas a la Hacienda de sus comisiones. No es inverosímil que ‘‘allí se encontrara con el señor Lesmes y otro semejante que le sugiera la idea de un Don Quijote’’, que por tanto fuese engendrado en ‘‘una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y todo triste ruido se vuelve huracán”.
Lo que acaso explicaría la frase que Cervantes escribió en el prólogo a la primera parte de su obra: ‘‘Yo aunque parezco padre, soy padrastro de Don Quijote. Padrastro incomparable, pues de tal modo con su poderoso genio embelleció y adornó a su hijo de galas riquísimas y méritos singulares qué, convertido en tipo sublime, logró hacerlo inmortal”.
Baste repasar la primera parte del tomo primero cuando cortando bruscamente el relato de la batalla que el gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron se emplea como remate del capítulo lo siguiente: ‘‘en este punto y término dejó pendiente el autor de esta historia el llegar a esta batalla, disculpándose que no halló más escrito de estas hazañas de Don Quijote que las que deja referidas”.
Así se ve que al llegar al capítulo X que lleva este epígrafe ‘‘De lo que más le avino a Don Quijote con el vizcaíno y el peligro en que se vio con una turba de yangüeses”. No vuelve a hablarse del vizcaíno ni de los yangüeses y después de un sabroso coloquio con Sancho la acción de la novela cambia el ritmo; resalta el tono de la buena acogida de los cabreros y el evento de la pastora Marcela con que concluye la segunda parte. Es hasta el capítulo XV cuando vuelven los yangüeses desalmados (¿el resto de los reos de la cárcel sevillana?) reanudándose el hilo de las aventuras quijotescas.
Mezcla de ese evocar de recuerdos y la memoria que se halla en el origen, cuyo origen es que no hay origen, y que Cervantes describe con un talento fuera de lo común. Pareciera entonces que éste, adelantado y visionario, milita en las lides de la deconstrucción y da fe, con su magistral relato del inconsciente freudiano con su atemporalidad y su negación a lo inverosímil.
Espacio insondable en su centro, espacio singular de la realidad síquica donde domina la fantasía inconsciente, espacio éste, según Cervantes, que confirma Freud, donde lo que prevalece es un exceso de realidad que el yo intenta reprimir mediante la sublimación. Lo cual ratifica, una vez más, la sentencia freudiana del delirio que hay en toda verdad y de la verdad existente en todo delirio.
En México esta semana unos siglos después, otros quijotes luchan entre lo real y lo imaginario. ¿O será que nuestro sino es vivir esta contradicción?