l libro de Francisco Piñón Gaytán, Mestizaje cultural y tradiciones de poder (2013), hace un necesario ajuste de cuentas con la herencia que trajo consigo el conquistador español, acompañado no sólo de las armas y la destrucción, sino también de la conciencia de la evangelización del indio, la pregunta por el derecho de conquista, y el interés del misionero por construir una sociedad justa con los pueblos indígenas. La Conquista no sólo fue la gesta de la supremacía española sobre los nativos americanos, y la imposición de una religión desconocida. También implicó la discusión sobre los derechos del indio, el épico rescate del mundo indígena, y la revaloración del concepto de bien común. En otras palabras, la Conquista afectó por igual a América y a Europa y por esa razón no todo es negativo cuando analizamos histórica y culturalmente ese proceso, porque detrás de la justificación del derecho de dominio ( bulas papales), se encontraban los discursos de liberación y resistencia al imperio europeo, que luego cobraron forma en los movimientos independientes de México.
El autor sugiere que a pesar de la muerte de los dioses indígenas, de la explotación y el sometimiento brutal del nativo americano, esa cultura logró sobreponerse, alentando en los misioneros la lucha en contra de la injusticia del encomendero. Montesinos, Córdoba, Bartolomé de las Casas son hijos de una consistente enseñanza sobre el derecho y la justicia. Como afirma Piñón, dos humanismos diferentes se enfrentaron en la Conquista: el de armas y letras, que argumentó la legitimidad de la Conquista, apoyó la explotación del indio por no ser humano
, y validó al imperio español; y el humanismo otro, el que había cuestionado la legitimidad de la Conquista, que deploraba el maltrato indígena por considerar a los indios seres humanos
, y se oponía a la destrucción total de su cultura. Los dos humanismos que se confrontaron estaban representados por hombres religiosos e intelectuales: Ginés de Sepúlveda, por un lado, y Bartolomé de las Casas, por el otro. Es verdad, como asevera Piñón, que nuestro mundo indígena ya tenía la visión comunitaria y la idea de amistad que se unía al buen acogimiento del otro, del extraño. Pero también había en ese mundo una sociedad autoritaria y estratificada. Es decir, los españoles no trajeron al nuevo mundo
la organización social, sólo suplantaron un orden. De igual forma, los indígenas tenían una cosmovisión cultural profunda, llena de dioses y teologías.
La religión estructuraba todos los ámbitos, pues no había vida social que no estuviera imbuida en las fuerzas divinas. Y, más aún, esos dioses sostenían su realidad. Por eso los Cantos Tristes que ilustran el derrumbamiento de un imperio, están vinculados al ocaso de sus dioses. La evangelización española se escribió en el naufragio moral de un pueblo abatido por la guerra, y así se trasplantó al Dios cristiano, fusionándose a las creencias y dioses locales, dándole un rostro propio al cristianismo americano. Por lo tanto, los dos regímenes embonaron en esos aspectos (religioso y social), y en algún momento se fundieron. La unión de esas dos culturas, con sus luces y sus sombras, son las que han configurado lo que somos hoy como país. Piñón insiste en que no olvidemos tampoco que hay, dentro de nuestra identidad sincrética la cultura africana. La Conquista española y portuguesa trajo a nuestro mundo a los esclavos negros, quienes por su condición se identificaron de inmediato con los indígenas americanos, de tal manera que no tuvieron conflictos por arraigarse a nuestra idiosincrasia y contemporizar con sus dioses. Para cerrar el libro, el autor plantea dos preguntas que debemos agregar al problema de nuestra identidad: ¿qué hemos recibido de la cultura anglosajona del norte? ¿Qué clase de modernidad
es la que se ha establecido en México? Piñón toca de nuevo el tema de la religión: sin duda la identidad mexicana, católica y sincrética, ha experimentado la poderosa fuerza de su vecino del norte
, y ha sufrido su influjo en 200 años de historia. Ello no obstante, la religiosidad estadunidense tiene más de la modernidad
individualista y calvinista, emparentada con el mercado y la ganancia, que con las libertades políticas del humanismo de Bartolomé de las Casas. En ese sentido, el autor identifica que los liberales
mexicanos de mediados del siglo XIX se apoyaron en la cultura estadunidense del Estado laico. Lo creyeron necesario para consolidar el proyecto de Estado que debía uniformar al país. Y así negaron la existencia de los indígenas, y trataron de homogeneizar una República que brillaba por sus diferencias. Piñón comenta que los liberales se equivocaron, porque lo que más nos identificaba como nación era la creencia religiosa.
El resultado de la política de la libertad de creencias, del empuje estadunidense para que México fuese una República federal, que se integrara a la industrialización, es que nuestra modernidad tiene más de apariencia que de efectividad, pues ha servido por un lado para negar parte de nuestra identidad nacional, y para aplicar por otro una modernización al estilo del norte, de marketing y management, más de venta y apertura global, que de proyecto de cultura nacional.
La conclusión es que hoy tenemos la premura de constituir un frente común civil y de repensar nuestra historia nacional, tomando en cuenta todos los elementos culturales que la han formado. El fracaso moral de los gobiernos neoliberales nos obliga a la organización política civil, y la aportación más importante del libro es tratar con profundidad lo que puede motivar a la resistencia: conocer bien nuestra historia intelectual, para poder convencer a la gente de la urgencia de una refundación ética y espiritual de nuestro país, entendiendo de dónde venimos y a dónde vamos.