Libertad de cátedraen la Autónoma de Guadalajara
ales acontecimientos tuvieron lugar durante mi primera visita, hace cuatro décadas, a las nuevas instalaciones la Universidad Autónoma de Guadalajara –la de los llamados Tecos–, que siempre ha presumido su condición de ser la primera universidad privada de nuestro país.
Fue fundada el 3 de marzo de 1935 por grupos ultraconservadores de esa, de por sí, muy conservadora ciudad, ante el embate socializante que se produjo entonces en las universidades públicas. Por cierto, la fecha, que es celebrada anualmente, la reputan con gran ostentación como el día de la libertad de cátedra
. Sus estudios fueron durante muchos años avalados legalmente por la UNAM.
En 1974, después de cruzar los prados muy verdes y bien acicalados de su campus, deambular entre los casi vacíos anaqueles de su biblioteca y degustar una taza de café en un suntuoso salón de profesores
, el maestro Salvador Reinoso, con sus muy finas maneras, me llevó hasta su oficina de director de la escuela de historia para hablarme con toda calma de las grandes posibilidades que se me abrirían si me incorporaba al cuerpo docente de esa casa.
Reinoso, quien murió poco tiempo después, fue un historiador acucioso más proclive a venerar los documentos y los libros antiguos que a su análisis. Además fue un hombre muy bueno y generoso.
A su fallecimiento había forjado una atractiva biblioteca que no resultó del interés de su alma mater y acabó en los anaqueles de los jesuitas.
Precisamente sobre mi otra forma de historiar, adquirida en buena medida en El Colegio de México, hablábamos con la mayor cordialidad cuando irrumpió una alumna, muy guapa por cierto, dando muestras de gran agitación.
–¡Maestro Reinoso! –dijo, mirándome apenas de reojo–, ¡Ya ocurrió!
Don Salvador se movió con gran agilidad, aunque sin perder la compostura, y dejando ver que la maniobra no era nueva, ordenó a su secretaria que avisara al padre Fulano y preparara esa nota para el rector.
Después se recuperó en apariencia el orden anterior, mas era obvio que Reinoso se había vuelto partidario de mi retirada. Con dolo, me hice el remolón hasta que, en efecto, también con premura, irrumpió en la oficina una enorme sotana a la que mi anfitrión, con mucho comedimiento, le dio el número de un salón de clase.
La Sotana salió rápido sin haber parado mientes en mi presencia y don Salvador ya no disimuló su deseo de acompañarme protocolariamente hasta la salida.
Mientras volvíamos a cruzar los espacios verdes, pletóricos de alumnos bien acicalados, se sintió obligado a explicarme lo sucedido.
–Como usted sabe, cuidamos mucho la formación ideológica de los alumnos. Tenemos un profesor de antropología que insiste cada año en hablar de la evolución de las especies y todas esas cosas… de manera que el padre Fulano está siempre listo para intervenir y explicarles lo que es correcto que piensen.
Yo no salía de mi asombro al ver cómo se confirmaba con tanta facilidad mucho de lo que se decía de la tal Institución.
No era la ocasión ni tenía caso entrar en honduras y sólo atiné a preguntar por qué simplemente no rescindían el contrato de dicho catedrático.
–Eso es imposible, concluyó dándome la mano, ¡Imagínese lo que pasaría! Es un profesor norteamericano. Además, ¡somos defensores de la libertad de cátedra!
A Sergio Zaldívar