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Verónica Murguía
Sue Townsend
Hace más de veinte años en un viaje descubrí uno de los libros que llevaría a la isla desierta: El diario secreto de Adrián Mole. Fue inesperado: no era un libro de historia medieval, no era de poesía, no era un clásico, no trataba de animales. Jamás había escuchado nada de él, ni el nombre de la autora, Sue Townsend. Cuando lo terminé, exhausta de tanto reír, me di a la tarea de enterarme de todo.
Esto fue antes de la Wikipedia (aw) y, a pesar de que no estábamos globalizados, averigüé rápidamente que la mujer era una celebridad en Inglaterra y el libro un bestseller que llevaba años en la lista de los más vendidos.
Ahora ella acaba de morir y quiero escribir estas líneas, agradecida por las horas de felicidad que me deparó la mañana ya lejana cuando la persona en cuya casa me alojaba, ocupada en una reunión de trabajo, me dio el libro para que me entretuviera.
A las diez páginas comencé a reírme. Cerré la puerta, jadeante y avergonzada, pero mis risas continuaron, exacerbadas por la conciencia de que me estaban escuchando. Me carcajeaba hasta que me dolía, con esas risotadas que terminan con un eeeeh que algo tiene de queja feliz. Y seguía al imaginarme a los invitados preguntándose qué clase de loca estaba encerrada en el cuarto de visitas.
No paré de reír hasta que lo terminé. Me hice de un ejemplar del libro, me lo traje a México y se lo di a todos mis amigos. Entonces procedí a molestarlos preguntándoles si ya habían llegado a tal o cual parte y si se habían reído y si sabían que México y algunas ciudades inglesas eran tan parecidas.
Adrián Mole, el protagonista, vive en una localidad obrera que se arruina en el thatcherismo, un escenario análogo al Sheffield del Full Monty. Nadie tiene empleo, quienes trabajan están mal pagados y todos se la pasan ahogando las penas en el pub. Sólo los inmigrantes están de buenas y no se quejan. El resto no puede con su alma.
Adrián tiene 13 ¾ años y lleva un diario que comienza con su lista de propósitos: no exprimirse los barros, ser bueno con el perro, no aprender a fumar y no beber “después de oír los ruidos asquerosos que venían de abajo” porque sus padres toman como cosacos. Se mide el pene varias veces a la semana, se masturba confusamente y espera con ansiedad el momento de rasurarse.
Cree, además, que es un intelectual. La primera vez que lo sospecha es porque no le gusta la música punk. La segunda vez que piensa en eso es casi una certeza: vio en la tele a Malcolm Muggeridge, el periodista, y entendió casi todas las palabras. “Todo parece indicarlo. Un hogar roto, alimentación deficiente, que no me guste el punk. Creo que voy a sacar mi credencial en la biblioteca y a ver qué pasa. Es una lástima que no haya intelectuales que vivan por aquí. El señor Lucas usa pantalones de pana, pero vende seguros. Mala suerte.”
Es un inocente que mira todo y no entiende nada, pero gracias a como interpreta las cosas podemos apreciar el desastre que fue Margaret Thachter.
Cuando describe al cuarto de sus padres dice que el lado de ella es un asco, lleno de ceniceros atascados de colillas, libros usados y “charcos de chones de nylon amarillo”. En cambio, en el lado de su padre sólo está “su libro de aa y una foto de mi mamá vestida de novia. Es la única foto de bodas que he visto en la que a la novia le brotan chorros de humo de cigarro de la nariz”.
Cuando va al dentista a que le tapen un diente, se lo sacan y el dentista le dice que lo ve todos los días, siempre con un chocolate en la boca “y que será mi culpa si me quedo sin dientes a los treinta años. De ahora en adelante me regreso a la casa por otro camino”.
Los dos primeros volúmenes son maravillosos. Luego la cosa decayó un poco y los libros de Adrián en la adultez son algo monótonos, aunque Townsend escribió novelas muy simpáticas, como la profética La reina y yo.
Siempre estaré agradecida con ella porque me hizo reír hasta que lloré. Y ahora lloré un poco más porque murió.
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