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República de gritos… y acarreos
México, república de gritos. El de este septiembre ha sido multiplicado y variopinto: el ritual, del cretino de turno leyendo –simulando la proclama–nombres de gente que de haber coincidido en vida hubieran sido enemigos; un septiembre patrio cifrado en dogales, en presión gubernamental y resistencia de los maestros –que también son ciudadanos, aunque las televisoras, brazo mediático del gobierno, se desgañitan para arrebatarles esa investidura cívica que les confiere derechos y no sólo obligaciones– que se negaron a desalojar la plaza pública hasta que les echaron montón, picana, bota, macana y chorro de agua. Un septiembre con un presidente de caricatura que agita una bandera que nunca ha defendido. Su grito, su gritito insignificante, lejos de representar el grito del insumiso independentista, ha sido el balbuceo del obediente recadero de oficina. Qué distinto, qué poca cosa junto al grito del que se manifiesta en plaza pública cuando se le viene encima esa muralla de toletes, escudos y cascos de los fieros miñones del régimen, ese grito que es mezcla de rabia y pavor. Si a gritos vamos, allí el diario del pregonero de la calle y el del pregonero de la élite: el uno que vende elotes o ropa de segunda y el otro que oferta nuestro petróleo y litorales; el del manifestante que cae descalabrado de un macanazo y el del comentarista de la televisión que celebra el toletazo o un gol.
Todos gritamos. Algunos para mantener una pose, los más para tratar de hacernos escuchar. Pero así como se multiplican los gritos, las exigencias, los abucheos y las rechiflas, se multiplican también los oídos sordos y vienen de rebote los rancios llamados del fascio al orden y el respeto por encima de garantías, artículos constitucionales, los más elementales postulados de la decencia o el simple sentido común. Descuellan rebuznos de clasismo y ladridos furiosos del odio racial de siempre. De las que más gritan, porque son correveidiles de otros gritos, otros ladridos, otros perversos susurros a su vez luego amplificados, son las televisoras, las tabuladoras de calidad de los gritos: nos dicen qué gritos debemos escuchar, como el maullido del hombrecito impecable en el balcón de Palacio Nacional cuando filtran con trucos electrónicos las rechiflas del zócalo “recuperado”, mientras sepultan y vuelven silencioso –pero existente a su pesar– el doloroso grito de la miseria, de los que menos tienen, de los aplastados por las botas de los policías antimotines o por las alegres cuentas de los índices fiduciarios.
Gritan los imbéciles que piden despellejar a los que se manifiestan y desaparecer a los que mendigan porque les arruinan el negocio o el paisaje; gritan las víctimas de históricas atrocidades irresueltas: los padres de cuarenta y nueve pequeños que murieron en el incendio de una guardería a los que se les siguen dando excusas en lugar de culpables peces gordos, los deudos de miles de asesinados, las víctimas de masacres que ven caminar libres a sus perpetradores, las madres de las niñas y muchachas que se esfuman todos los días, a las que delante de testigos han sacado a rastras de un bar o “levantado” en una esquina y seguramente son, mientras yo escribo esto y tú lo lees, ultrajadas y violadas en el infierno de la esclavitud sexual. Gritan también, felices, los burócratas y los acarreados en actos de farsa y comparsa. Gritan los provocadores, los halcones y los infiltrados, todos ellos expertos en gritar y sembrar evidencias y pánico.
Para dar el grito, entonces, nada como una buena carnada: de cien a trescientos cincuenta pesotes y un tamal, su refresco, el gratuito “espectáculo” –así llaman al ruido, ese tugurio presuntamente musical con que se entretiene a vastos sectores de la sociedad mexicana cuyo buen gusto se lo tragaron la estupidez y la ignorancia– de una banda o de un cantantillo decadente y su viaje de ida y regreso en un camión urbano proporcionado por alguno de los muchos mafiosos concesionarios que tantos favores deben y cobran, revolventes, al régimen: esos son los modernos motores de la asistencia a la fiesta que fuera alguna vez popular y patriótica –o patriotera– pero al menos voluntaria.
Hoy los asistentes al grito –el del presidente, el del gobernador– son casi todos de utilería: acarreados, la masa necesaria para vestir la simulación, disfrazar el desprecio popular y arropar, por decreto, la debilidad de carácter de un hombrecito insignificante antes y después de estos seis años que no puede entender que no duran para siempre.
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