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Bazar de asombros
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Tres cuentos
Dos miradas a
la obra de Rulfo
Juan Manuel Roca
Clic en los ojos
Febronio Zataráin
Vestigios y el
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¿Quién le teme a
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Llorar por México
No entiendo el proyecto de nación de esa derecha recalcitrante que se ha dedicado a desmantelar el Estado de bienestar que presuntamente celaba, aunque sembrado en un serpollar de corrupción y de innegables abusos de autoridad que iban desde la mordida hasta la masacre, el anterior monolito tradicional priísta. Una de las tesis fundamentales de las políticas interior y exterior de aquel México previo al ultracapitalismo satelital dictado por un Fondo Monetario Internacional cabalgado exclusivamente por los intereses de Estados Unidos era, al menos en el discurso, el ardor de lo nacional: salvaguardar con orgullo la cultura mexicana –el Huapango, de Pablo Moncayo, como banda sonora documental de lo mexicano, el énfasis en nuestra literatura: Rulfo, Arreola, Taibo; el auge del muralismo y de otras expresiones de la plástica nacional, la multiplicación de lo vernáculo, de la picaresca, de la gastronomía, el impulso de lo turístico en la entronización de Acapulco y el surgimiento de San José del Cabo, Puerto Vallarta, Cancún y una cauda de mexicanidad que se fue internacionalizando mucho antes de que la globalización fuera sinónimo de imposición de lo estadunidense: México exportaba el guacamole o la tortilla y no se atiborraba de hamburguesas de McDonald’s ni de bodegones Sam’s, y éramos exportadores de petróleo y de gasolina y también de maíz y casi no había mexicanos que quisieran ser invadidos por Estados Unidos –y de la soberanía de los recursos –léase de los hidrocarburos; léase, en lo posible, de los litorales y la pesca, asediados por flotillas japonesas y estadunidenses; léase la protección de la tenencia de la tierra por nacionales; o léase, con dubitativa suspicacia, si se quiere, los jaloneos por los recursos fluviales en la frontera– así como, al menos en las apariencias (pero mucho, también hay que reconocerlo, en encontronazos constantes, mal disimulados), de una tozuda resistencia ante las constantes, odiosas intentonas de injerencia, con el pretexto que fuese, que si la mancha del comunismo extendiéndose por Latinoamérica durante las décadas de 1950 y 1960, que si el narcotráfico malvado desde entonces a la fecha sin atender, desde luego por parte de Estados Unidos, el problema de fondo que suponen decenas de millones de estadunidenses adictos a la evasión de su comodísima realidad si la comparamos con la mísera realidad mexicana de los drenajes a cielo abierto, de las familias que hurgan en la basura de algunos barrios a ver si encuentran algo útil, la de cientos de miles de niños mexicanos que mueren de enfermedades curables o reciben una educación incompleta o defectuosa: allí, sin ir muy lejos, la constante negativa del gobierno mexicano a conceder a agentes y espías estadunidenses permiso para portar armamento en nuestras calles.
Podíamos acusar a muchísimos funcionarios priístas de ladrones, de asesinos, de corruptos, pero no de entreguistas ni de sumisos. Había, me atrevo a decir, en importantes sectores del monolito gobernante, un generalizado sentimiento de desconfianza y acrimonia ante ese Estados Unidos que siempre nos ha mirado con una mezcla detestable de avidez, desconfianza, condescendencia y desprecio. No logro entender que hoy, a pesar de que desde el gobierno entreguista de Carlos Salinas pasando por los entreguistas, cada vez más, Ernesto Zedillo y sus dos nefastos sucesores de derechas, Vicente Fox y ese inepto premiado, genocida “indirecto” que resultó Felipe Calderón, el gobierno de Enrique Peña Nieto esté operando como un agente de la CIA, como un espía que nos pusieron de presidente, porque tal cosa parece quien en lugar de defender lo poco que nos queda, el petróleo, el agua, los litorales, pretenda entregarlos a trasnacionales, que es como decir simplemente dos o tres países donde el principal fullero es el falansterio policíaco global que encabeza Barack Obama. Porque al norte no tendremos vecinos, sino dueños.
Y parecería que a México, salvo algunas expresiones de disidencia que seguramente seremos acalladas de algún modo temible, tendremos que verlo sometido como nunca, disminuido como nunca. Restado. Saqueado otra vez por traidores y extranjeros. Y las pomposas frases del Himno Nacional habrán perdido todo significado. Y los mexicanos que murieron por defender a México habrán muerto por nada, porque su sangre la borrará la tinta de los vencedores y no: nunca seremos iguales allá, ni tendremos derechos aunque nos conquisten; ni gozaremos de su modo de vida.
Ni de su riqueza.
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