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Ana García Bergua
Nos vigilan
Dicen. Que saben todo de nosotros, que nos espían. Unos señores grandotes, tú, mirando la foto que pegaste en el Facebook de la Chiquis en su fiesta y todos los que pusieron me gusta y los que comentaron –que si el vestido de la Chiquis, que si era una gloria el pastel de guayaba, que si uno de los primos andaba hasta las chanclas–, a esos también. Los vigilan. Unos señores con facha de oficinistas, pero más grandotes y que viven en Los Angeles o en Washington o Nueva York. Que comen en el trabajo, como los policías de las series, la hamburguesa en el escritorio y el refresco a punto de derramarse sobre la alfombra. Muy enterados de la fiesta de la Chiquis. Y es que la Chiquis podría ser terrorista (¿te imaginas?, podríamos hacer fiestas temáticas: la fiesta de terror de la Chiquis), o tú, o yo, o cualquiera. Y ser tan zonzos de pegarlo en el Facebook. Bueno, eso sí: la foto con la bomba en la mano y la sonrisa, esperando muchos likes, ¿quién se podría aguantar? Los seres humanos somos capaces de eso y peor, es verdad. Y luego poner nuestros avisos de privacidad, que ya son más bien ejemplos de desesperación: “Esta cuenta está protegida por el artículo 18 de la constitución de Apatzingán y al que copie, lea o replique mis fotos con máscara del Zorro y las otras con disfraz de Tláloc sin mi permiso, o repita cualquier cosa que se me ocurra gritar a los cuatro vientos durante las horas de insomnio, le caerán encima cincuenta elefantes barritando al mismo tiempo la maldición de los Himalayas y además para colmo se convertirá en oruga comestible. Copia y pega en tu muro.”
Parece broma. Cuesta, de verdad, imaginarse a estos señores mirando a ver qué sacan en claro de la pasión de Nicanor Williams por pegar fotos de gordas exuberantes alternadas con citas de Paulo Coelho, por ejemplo. Peligro potencial, pueden pensar. Un día le gana el lado carnal al espiritual y pácatelas: bomba en el Pentágono. ¡Arriba el mouse! Ponga su tablet con cuidado en el piso y no intente nada o nos lo fregamos…
Me cuesta creerlo, pero sí es cierto, eso es lo más raro, que nos espían, que saben todo de ti, de mí, de la señora del 5. Y con eso nos venden cosas, invaden la casa, duermen con nosotros. Y también nosotros, qué empeño en socializar a lo loco, en contar todo lo que estamos haciendo (he aquí la foto de mi pastel de pera con crema de licor Chartreuse; la crema es eso que parece queso de Oaxaca), pegar las fotos de la fiesta post-congreso de dentistas; que el mundo sepa la guarapeta que nos pusimos y cómo bailamos cumbias dominicanas con unos enfermeros copetudos y cómo te ves con peluca. Qué calvo se ha puesto Tito en estos años; yo tan enamorado de Fabiola en la primaria y mírala nomás ahora, no cabe por la puerta. Pero eso sí, todo con muchos likes, son nuestra adicción. O los seguidores del tuíter: a Petronio Alcántara lo siguen veinte mil, se dice. ¿A dónde?, ¿al baño?, ¿al precipicio? No sé, pero ahí van, como pajaritos con cola.
Ya, debo tomarlo en serio: nos espían. Pero no sólo nos espían, también nosotros espiamos: las fotos, las frases, las historias, los dramas de los demás. Unos espías que espían a los que espían, alguien que mira con la lupa su propio trasero, como la antiquísima caricatura, Spy vs. Spy. ¿Tiene sentido eso? Quizá estamos al borde de convertirnos en un gigantesco cerebro flotante, o como dicen, una gran nube de mentes locuaces. Todos dobles agentes de nosotros mismos en una enorme guerra fría –si dices que en la noche bailo con mallones, yo publicaré que tienes una colección de pasto en una caja fuerte, a ver–, todos creyendo que sabemos mucho de los otros, y en realidad sin saber casi nada, ni de uno mismo, pues uno se desconoce un poco en la internet, se vuelve una especie de alter ego público o, peor aún, publicista. ¿Pero no dicen, no han dicho acaso siempre que las apariencias engañan? ¿No es toda la nube, en muy gran parte, una nube de apariencias? Con base en mis aparentes preferencias por internet, yo he visto que me han ofrecido pura cosa extraña: pañales, yates e inscripciones a una escuela de negocios. Un día, cuando estaban muy errados, me ofrecieron alargarme el pene. Frío, frío, les podría uno decir, o quizá: hacen bien en espiarme mal. ¿De verdad existen esos señores, esos agentes, escudriñando cada página, cada frase trivial? ¿O sólo leen cuando uno escribe “bomba”, aunque sea de chicle? Dan ganas de decir: qué te importa, y correr a la fiesta de la Chiquis.
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